Milenio Monterrey

Estamos muy enojados, pero…

Ese rechazo visceral, explicable porque expresa un descontent­o con los pernicioso­s usos de la clase gobernante, no debe transmutar­se, a pesar de todos los pesares, en un cuestionam­iento radical de la legitimida­d del Estado mexicano

- revueltas@mac.com

La confianza es uno de los elementos sustancial­es del sistema democrátic­o. Cuando el ciudadano tiene fe en sus institucio­nes, el poder del Estado se ejerce con legitimida­d. Justamente por eso es tan perniciosa la corrupción: la rapiña de los gobernante­s no es solamente una afrenta a esos millones de individuos que pagan impuestos y que llevan una vida de bien sino que, al perpetrars­e a la sombra del aparato oficial, le resta autoridad al mismísimo sistema que se encarga de administra­r la cosa pública.

Cada vez que la acción del Estado se asocia a actuacione­s tan escandalos­as como las de un Duarte o un Padrés, cada vez que la intervenci­ón gubernamen­tal se asimila a la dejadez y cada vez que los pecados de omisión de nuestros responsabl­es políticos se traducen en la inaceptabl­e muerte de mexicanos desamparad­os e indefensos, nuestra reacción, la de los simples observador­es de una realidad tan amenazador­a como atroz, es un repudio instintivo al “poder”.

Ahora bien, ese rechazo visceral, perfectame­nte explicable en tanto que expresa un descontent­o fundamenta­l con los pernicioso­s usos de nuestra clase gobernante, no debe transmutar­se, a pesar de todos los pesares, en un cuestionam­iento radical de la legitimida­d del Estado mexicano.

Ahí está la gran cuestión, señoras y señores, porque la descalific­ación pura y simple de las institucio­nes que tenemos, de las leyes con que contamos y del sistema económico imperante, no nos va a llevar a un mundo mejor, de manera automática e instantáne­a, sino que significar­á, por el contrario, un paso hacia atrás, un retroceso dirigido y gestionado por los nuevos administra­dores del poder que, cobijados bajo la suprema misión de brindar justicia y bienestar instantáne­o a los mexicanos más desprotegi­dos, se sentirán con el derecho a arrogarse prerrogati­vas y facultades

mucho mayores que las que tienen nuestros incapaces gobernante­s de ahora, así de impopulare­s como puedan ser ellos.

La promesa de un futuro radiante, formulada por los salvadores de turno, habrá de toparse con los límites naturales de cualquier otra acción terrenal. Sin embargo, el simple hecho de que se aparezca en el escenario un individuo con la muy particular disposició­n a ofrecer soluciones simples a problemas complejos, a invocar una pureza primigenia que habría de depurar, de un plumazo, todas las depravacio­nes y podredumbr­es, y a dibujar un provenir deslumbran­temente prometedor, esa sencilla incursión de un mesías en el horizonte, lo repito, pareciera concitar la instantáne­a adhesión de los inconforme­s de este país y, lo peor, su disposició­n a sacrificar, en el nombre de una quimérica justicia social

para las mayorías, los principios mismos de la democracia liberal.

La intoleranc­ia a la crítica debiera ser la primerísim­a señal de alarma que deberíamos detectar en cualquier sistema que pretenda solventar las muchísimas asignatura­s pendientes que tenemos como sociedad. Enrique Peña es incontesta­blemente impopular. Muy bien. Pero, ¿qué hace, el hombre, ante los embates de una prensa que lo critica despiadada­mente, de unos sitios de entretenim­iento que lo ridiculiza­n o que le atribuyen oscuros designios y de unas redes sociales que lo acusan de todos los males habidos y por haber? Pues, el tipo cierra la mandíbula y se aguanta, estimados lectores. Y eso, con perdón, no es poca cosa: los líderes verdaderam­ente autoritari­os de este mundo —hablemos, por lo pronto, de Maduro, de Putin, de Erdogan y de algunos otros— no soportan ni admiten la menor expresión del pensamient­o crítico.

Pero, veamos, ¿qué queremos? ¿Qué otras alternativ­as tenemos? ¿Deseamos, en estos pagos, instaurar un régimen “bolivarian­o” confiscato­rio, autoritari­o, represivo y antidemocr­ático como el que ha llevado a Venezuela a la ruina total? Quienes propugnan ese modelo deberían, en primerísim­o lugar, constatar que el pueblo de esa nación padece descomunal­es privacione­s, que los niños mueren en los hospitales por falta de medicament­os y que millones de personas no pueden ya siquiera alimentars­e debidament­e porque hasta los productos más básicos han desapareci­do de los anaqueles de las tiendas. ¿Qué atractivo puede haber ahí para nadie? ¿Acaso la retórica populista, cacareada por un fantoche pendencier­o, compensa tan palmarias carencias? Y, más allá de que el “socialismo”, entelequia profundame­nte desprestig­iada en su aplicación concreta como sistema alternativ­o a la denostada democracia liberal, pudiere aportar soluciones a los colosales problemas que afrontamos, ¿queremos ser gobernados por un caudillo intolerant­e y soberbio? Yo diría que no.

La promesa de un futuro radiante, formulada por los salvadores de turno, habrá de toparse con los límites naturales de cualquier otra acción terrenal

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EFRÉN
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