Estamos muy enojados, pero…
Ese rechazo visceral, explicable porque expresa un descontento con los perniciosos usos de la clase gobernante, no debe transmutarse, a pesar de todos los pesares, en un cuestionamiento radical de la legitimidad del Estado mexicano
La confianza es uno de los elementos sustanciales del sistema democrático. Cuando el ciudadano tiene fe en sus instituciones, el poder del Estado se ejerce con legitimidad. Justamente por eso es tan perniciosa la corrupción: la rapiña de los gobernantes no es solamente una afrenta a esos millones de individuos que pagan impuestos y que llevan una vida de bien sino que, al perpetrarse a la sombra del aparato oficial, le resta autoridad al mismísimo sistema que se encarga de administrar la cosa pública.
Cada vez que la acción del Estado se asocia a actuaciones tan escandalosas como las de un Duarte o un Padrés, cada vez que la intervención gubernamental se asimila a la dejadez y cada vez que los pecados de omisión de nuestros responsables políticos se traducen en la inaceptable muerte de mexicanos desamparados e indefensos, nuestra reacción, la de los simples observadores de una realidad tan amenazadora como atroz, es un repudio instintivo al “poder”.
Ahora bien, ese rechazo visceral, perfectamente explicable en tanto que expresa un descontento fundamental con los perniciosos usos de nuestra clase gobernante, no debe transmutarse, a pesar de todos los pesares, en un cuestionamiento radical de la legitimidad del Estado mexicano.
Ahí está la gran cuestión, señoras y señores, porque la descalificación pura y simple de las instituciones que tenemos, de las leyes con que contamos y del sistema económico imperante, no nos va a llevar a un mundo mejor, de manera automática e instantánea, sino que significará, por el contrario, un paso hacia atrás, un retroceso dirigido y gestionado por los nuevos administradores del poder que, cobijados bajo la suprema misión de brindar justicia y bienestar instantáneo a los mexicanos más desprotegidos, se sentirán con el derecho a arrogarse prerrogativas y facultades
mucho mayores que las que tienen nuestros incapaces gobernantes de ahora, así de impopulares como puedan ser ellos.
La promesa de un futuro radiante, formulada por los salvadores de turno, habrá de toparse con los límites naturales de cualquier otra acción terrenal. Sin embargo, el simple hecho de que se aparezca en el escenario un individuo con la muy particular disposición a ofrecer soluciones simples a problemas complejos, a invocar una pureza primigenia que habría de depurar, de un plumazo, todas las depravaciones y podredumbres, y a dibujar un provenir deslumbrantemente prometedor, esa sencilla incursión de un mesías en el horizonte, lo repito, pareciera concitar la instantánea adhesión de los inconformes de este país y, lo peor, su disposición a sacrificar, en el nombre de una quimérica justicia social
para las mayorías, los principios mismos de la democracia liberal.
La intolerancia a la crítica debiera ser la primerísima señal de alarma que deberíamos detectar en cualquier sistema que pretenda solventar las muchísimas asignaturas pendientes que tenemos como sociedad. Enrique Peña es incontestablemente impopular. Muy bien. Pero, ¿qué hace, el hombre, ante los embates de una prensa que lo critica despiadadamente, de unos sitios de entretenimiento que lo ridiculizan o que le atribuyen oscuros designios y de unas redes sociales que lo acusan de todos los males habidos y por haber? Pues, el tipo cierra la mandíbula y se aguanta, estimados lectores. Y eso, con perdón, no es poca cosa: los líderes verdaderamente autoritarios de este mundo —hablemos, por lo pronto, de Maduro, de Putin, de Erdogan y de algunos otros— no soportan ni admiten la menor expresión del pensamiento crítico.
Pero, veamos, ¿qué queremos? ¿Qué otras alternativas tenemos? ¿Deseamos, en estos pagos, instaurar un régimen “bolivariano” confiscatorio, autoritario, represivo y antidemocrático como el que ha llevado a Venezuela a la ruina total? Quienes propugnan ese modelo deberían, en primerísimo lugar, constatar que el pueblo de esa nación padece descomunales privaciones, que los niños mueren en los hospitales por falta de medicamentos y que millones de personas no pueden ya siquiera alimentarse debidamente porque hasta los productos más básicos han desaparecido de los anaqueles de las tiendas. ¿Qué atractivo puede haber ahí para nadie? ¿Acaso la retórica populista, cacareada por un fantoche pendenciero, compensa tan palmarias carencias? Y, más allá de que el “socialismo”, entelequia profundamente desprestigiada en su aplicación concreta como sistema alternativo a la denostada democracia liberal, pudiere aportar soluciones a los colosales problemas que afrontamos, ¿queremos ser gobernados por un caudillo intolerante y soberbio? Yo diría que no.
La promesa de un futuro radiante, formulada por los salvadores de turno, habrá de toparse con los límites naturales de cualquier otra acción terrenal