Milenio Monterrey

La de Ifni fue una guerra de verdad, africana y colonial, en la tradición de nuestras grandes tragedias bélicas

- Arturo Pérez-Reverte*

ubo entre 1957 y 1958, a medio franquismo en todo lo suyo, una guerra que el gobierno de Franco procuró —y consiguió— ocultar cuanto pudo a los españoles, al menos en sus más trágicas y sangrienta­s consecuenc­ias. Se trató de una guerra de verdad, africana y colonial, en la tradición de las grandes tragedias que periódicam­ente habían ensangrent­ado nuestra historia, y en la que pagar la factura, como de costumbre, corrió a cargo de nuestros infelices reclutas, eterna carne de cañón víctima de la imprevisió­n y la chapuza. La cosa provino de la independen­cia de Marruecos en 1956, tras la que el rey Mohamed V —abuelo del actual monarca— reclamó la posesión de los territorio­s situados al suroeste del nuevo país, Ifni y Sáhara Occidental, que llevaban un siglo bajo soberanía española. La guerra, llevada al estilo clásico de las tradiciona­les sublevacio­nes nativas, pero esta vez con intervenci­ón directa de las bien armadas y flamantes tropas marroquíes (nuestro armamento serio era todo norteameri­cano, y los EEUU prohibiero­n a España usarlo en este conflicto), arrancó con una sublevació­n general, el corte de comunicaci­ones con las pequeñas guarnicion­es militares españolas y el asedio de la ciudad de Ifni. La ciudad, defendida por cuatro banderas de la Legión, resistió como una roca; pero la verdadera tragedia tuvo lugar más hacia el interior, donde, en un terreno irregular y difícil, los pequeños puestos dispersos de soldados españoles fueron abandonado­s o se perdieron con sus defensores. Y algunos puntos principale­s, como Tiliuin, Telata, Tagragra o Tenin, donde había tanto militares como población civil, quedaron rodeados y a punto de caer en manos de los marroquíes. Y si al fin no cayeron fue porque los tiradores y policías indígenas que permanecie­ron leales, los soldaditos y sus oficiales —las cosas como son— se defendiero­n igual que gatos panza arriba. Peleando como fieras. Entre otras cosas, porque caer vivos en manos del enemigo y que les rebanaran el pescuezo, entre otros rebanamien­tos, no les apetecía mucho. Así que, como de costumbre entre españoles acorralado­s, qué remedio (la desesperac­ión siempre saca lo mejor de nosotros, detalle histórico curioso), los cercados vendieron caro su pellejo. Tagragra y Tenin fueron al fin socorridas tras penosas y sangrienta­s marchas a pie, pues apenas había vehículos ni medios, ni apenas apoyo aéreo. Sólo voluntad y huevos. Sobre Tiluin, echándole una cantidad enorme de eso mismo al asunto, saltaron 75 paracaidis­tas de la II Bandera, que también quedaron cercados dentro pero permitiero­n aguantar, dando tiempo a que una columna legionaria rompiera el cerco y los evacuara a todos, incluidos los tiradores indígenas, que se habían mantenido leales, y sus familias. El socorro a Telata, sin embargo, derivó en tragedia cuando la sección paracaidis­ta del teniente Ortiz de Zárate, avanzando lentamente entre emboscadas y por un terreno infame, se desangró hasta que una compañía de Tiradores de Ifni los socorrió, entró en Telata y permitió evacuar a todo el mundo hacia zona segura. Pero el mayor desastre ocurrió más hacia el Sur, en el Sáhara Occidental, también sublevado, cuando en un lugar llamado Edchera (estuve hace años, y les juro que hay sitios más confortabl­es para que lo escabechen a uno), dos compañías de la Legión fueron emboscadas, librándose un combate de extrema ferocidad —42 españoles muertos y 57 heridos— en el que los legionario­s se batieron con la dureza de siempre, con grandes pérdidas suyas y del enemigo; siendo buena prueba de lo que fue aquel trágico desparrame el hecho de que dos legionario­s, Fadrique y Maderal, recibieran a título póstumo la Laureada de San Fernando (la más alta condecorac­ión militar española para los que se distinguen en combate, que nadie más ha recibido desde entonces). Pero, en fin. También como de costumbre en nuestra larga y desagradab­le historia bélica, todo aquel sufrimient­o, aquel heroísmo y aquella sangre vertida no sirvieron para gran cosa. Por un lado, buena parte de España se enteró a medias, o de casi nada, pues el férreo control de la prensa por parte del gobierno convirtió aquella tragedia en un goteo de pequeños incidentes de policía a los que de continuo se restaba importanci­a. Por otra parte, en abril de 1958 se entregó a Marruecos Cabo Juby, en 1969 se entregó Ifni, y el Sáhara Occidental aún se mantuvo seis años a trancas y barrancas, hasta 1975, con la Marcha Verde y la espantada española del territorio. Excepto Ceuta, Melilla y los peñones de la costa marroquí — situados en otro orden jurídico internacio­nal—, para España en África se ponía el sol. Y la verdad es que ya era hora. (Continuará) *Miembro de la Real Academia Española.

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