El gran peligro
rimero fue la bomba atómica, que traía consigo, por primera vez, la posibilidad aterradora de que el ser humano fuera capaz de destruirse a sí mismo. La generación de los baby boo
mers creció, gracias a ello, en el temor. Luego fue el hoyo en la capa superior de ozono. Hoy es el calentamiento global, y el cambio climático que lo acompaña, lo que parece amenazar la supervivencia humana, y la paz de la generación mille
nial y siguientes. Irónicamente, no fueron los descubrimientos en física atómica y sus temibles aplicaciones destructivas los frutos del ingenio humano que resultaron ser más dañinos. Fueron los productos de la comparativamente humilde revolución industrial, iniciada en el siglo XVIII —la máquina de vapor y, sobre todo, el motor de combustión interna—, los que, al desatar un ciclo hasta hoy imparable de quema de madera, carbón y petróleo, causaron que las sociedades humanas emitiéramos, a lo largo de dos siglos, cantidades de dióxido de carbono capaces de alterar el clima, causando el temido “efecto invernadero”.
Sus consecuencias, las actuales y sobre todo las que vendrán en el futuro cercano, constituyen la más grande amenaza para la supervivencia humana. Tan grande que, como explica el periodista David Wallace-Wells en un reportaje publicado el 9 de julio en New York Magazine, los humanos “somos incapaces de comprender su alcance”. Wallace-Wells hace todo lo posible por dar un contexto que ponga en perspectiva lo que viene. Y lo que viene va mucho más allá del la simple elevación prevista en el nivel del mar, de por sí ya bastante catastrófica.
El aumento de la temperatura en las zonas tropicales del mundo puede hacerlas efectivamente inhabitables, debido a los daños que el calor intenso, combinado con la humedad, puede causar en el cuerpo humano. Otras consecuencias no solo posibles, sino ya probables, son crisis en la agricultura y ganadería; migraciones debidas al hambre y la falta de agua; un aumento de la cantidad de ozono y partículas suspendidas, producto de los incendios, en la atmósfera baja; la liberación de metano —gas de invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono— y de virus y bacterias dañinas que hasta ahora estaban congelados en las regiones árticas, y una crisis económica mundial de proporciones nunca vistas. Vale la pena leer el reportaje original de Wallace-Wells: http:// nym.ag/2uvppcu. Si duda, todavía podemos hacer algo. Quizá mucho. Pero el cambio es ya inevitable, y gran parte de lo que tendremos que hacer, tarde o temprano, será más para remediar los daños que para evitarlos. No se puede negar que la ciencia y la tecnología son en parte los factores, entre otros muchos, que hicieron posible que los humanos nos causáramos tal daño, a nosotros mismos y al planeta. Pero tampoco que son ellas mismas las que nos han permitido darnos cuenta del daño y buscar maneras de remediarlo o atenuarlo. Sería muy triste que fuera la simple quema de combustibles fósiles el factor que causó la extinción de la raza humana. Si así ocurriera, todos los grandes logros de la ciencia y la tecnología, todos los inmensos beneficios que han dado a la salud, el bienestar, la cultura y el desarrollo humanos, habrían sido total, absolutamente inútiles. No puedo imaginar más cruel ironía que esa.