Tú nos contagiaste de tu pasión por la literatura a tal grado, que me pregunto cómo se dio ese misterio que llamamos aprendizaje
uerido Fidel, tu repentina muerte no me permitió cumplir mi deseo de volver a encontrarte y reanudar la conversación que habíamos dejado inconclusa hace muchos, muchos años. Tantos, que llegué a olvidar que había existido entre nosotros una verdadera cercanía. Escribo esta carta que tú nunca leerás, para entender qué parte de mi biografía se debe – en parte– a la tuya. ¿No es eso lo que provocan los maestros con mayúscula?
Fuiste una persona muy importante para muchos de los jóvenes que fuimos tus alumnos. Tu paso por nuestra vida estudiantil fue indeleble, como lo fue la presencia de profesores extraordinarios como Rosaura Barahona, Dora Esthela Rodríguez, Esther M. Allison, Lidia Rodríguez, Nora Guzmán, Pedro Treviño y tantos otros que guarda mi memoria. Recuerdo mis años universitarios en la carrera de Letras, mis visitas a la Biblioteca Cervantina para consultar libros antiguos, verdaderos tesoros que abríamos con asombro. Recuerdo, sobre todo, las clases. Definitivamente, la adulta que soy hoy, y las decisiones que tomó esa joven que fui para dar curso a mi vida, fueron fruto de mis años de aprendizaje en las aulas del Tec.
Esta carta que te escribo surge quizá de la nostalgia por esos años de despreocupada intensidad en la que mi generación quiso devorarse todos los libros que había a nuestro alcance. Tú nos contagiaste de tu pasión por la literatura a tal grado, que me pregunto cómo se dio ese misterio que llamamos aprendizaje. Sé que las neurociencias se ocupan de investigar qué sucede en nuestro cerebro a la hora de hacer nuestro el acto de conocer. No puedo dar cuenta de ello porque esto que deseo expresar va más allá de la razón. Tiene que ver con el conocimiento afectivo que se dio (así lo recuerdo) de manera mágica en esas discusiones que a veces se tornaban interminables y que debíamos interrumpir para asistir a la siguiente clase.
Tú no fuiste un maestro apapachador. Tampoco fuiste complaciente. Tu seriedad al hablar era implacable. Nos exigías sin misericordia. Nos señalabas nuestros errores con absoluta franqueza e incluso con sarcasmo, y eso quedaba como tema de conversación posterior entre nosotros y entre risas nerviosas a la hora del café. Curiosamente, la distancia que marcabas en el salón de clase se fue convirtiendo en amistad a partir de nuestra compartida afición al teatro. Nos abriste la puerta a otra dimensión cuando tuvimos la oportunidad de estudiar a dramaturgos clásicos del siglo XX para luego ponernos a trabajar en la puesta en escena. De allí se formó un grupo de estudiantes de diferentes carreras que trabajábamos con amor, humor y mucha disciplina en los ensayos a deshoras y en las representaciones en lo que fue Naranjos (hoy la guardería del campus Monterrey) u otros espacios de la ciudad como el Teatro Lope de Vega. Lo mejor sucedía al final: las cenas en tu casa, donde revelaste tu faceta de chef. Fueron años felices que no olvido porque me formaron, no solo en lo intelectual sino en lo personal. Fueron el fundamento de lo que yo quise ser. Leer contigo a Doris Lessing, o con Rosaura a Simone de Beauvoir marcaron para siempre mis miedos y mis pasos. De esos años a la actualidad han pasado muchas cosas. La vida nos llevó por caminos que cada vez quedaban más apartados. Entre nosotros se abrió una zanja que no permitió el contacto cálido de antaño. Nimiedades. Lo verdaderamente importante quedará para siempre en mí, en nosotros: el legado prolífico de tu mundo literario enriqueció y ensanchó nuestro estrecho mundo real. No sé qué sigue después de esta vida. Lo que sí me queda claro es que nos queda una conversación pendiente. Mientras tanto, deseo que llegues con bien a Ítaca.
“Cuando te encuentres de camino a Ítaca, desea que sea largo el camino, lleno de aventuras, lleno de conocimientos”. Constantino Cavafis