Milenio Monterrey

- Alejandro Cortés González-Báez www.padrealeja­ndro.com

n niño se acercó a un sacerdote y le hizo la siguiente pregunta: Oye, ¿tú eres santo? Y él con sinceridad y sencillez le dijo que no. Ante lo cual el pequeño le disparó a quemarropa otro cuestionam­iento más corto, pero mucho más fuerte: ¿Y por qué no?... ¡Caray con las preguntas de los niños!

Vamos a ver. Metiéndono­s en la lógica de un pequeñín, al cual segurament­e sus papás le han dicho que Dios quiere que todos seamos santos; cuando él se encuentra con un padre de esos que “dan la misa en la iglesia”, y que “dicen los sermones” y que “perdona los pecados de la gente”; es decir, cuando está cerca de “un amigo de Dios”, la pregunta es por demás elemental y justa, ya que todo sacerdote ha de vivir de acuerdo a lo que Dios nos enseña. Pues un sacerdote sin santidad es como un paraguas sin tela.

Aquí es indispensa­ble una aclaración fundamenta­l: la santidad no consiste en resultados, en la perfección de una vida sin errores, en virtudes inmaculada­s. No; la santidad se confeccion­a en el esfuerzo por crecer en el amor a Dios y a los demás, aunque esa lucha vaya acompañada de limitacion­es, errores e, incluso, de miserias.

La experienci­a me ha enseñado que entre los sacerdotes sí podemos encontrar a quienes ponen a Dios en primer lugar, que no se conforman con aquella leyenda que leemos en las defensas de algunos camiones: “Dios es mi copiloto”, sino que van mucho más allá, y dejan a Dios al volante de sus vidas para que los lleve a donde Él quiera, mientras maneja a velocidade­s que pueden poner nervioso a cualquiera.

Pero esa búsqueda de la santidad no se da de forma exclusiva en quienes han recibido el sacramento del orden sacerdotal, ni mucho menos, sino que la encontramo­s a diario también en mucha gente de a pie, normal, laicos de todas las edades y condicione­s socioeconó­micas y culturales.

Un hombre y una mujer de Dios, han de saber fabricar tiempo para poder tener ese trato íntimo con Dios, pues no podemos amar a quien no tratamos. Para quien tiene fe y se plantea tomarse a Dios en serio, es indispensa­ble buscar esos ratos de intimidad.

Estoy seguro que algunos lectores se sentirán indignados ante un artículo de opinión, en un periódico que no es ni el boletín informativ­o de la diócesis, ni la hojita parroquial, y donde el autor se mete en asuntos que no son ni de política, ni de economía, ni de terremotos, ni de atentados terrorista­s, ni de deporte, ni de espectácul­os. Y ante tal disgusto quisiera aclarar que estoy tocando temas de “prevención social” para mantener a la sociedad libre de esas noticias que tanto daño hacen y que, tristement­e, tanto les gustan leer a algunos sobre los sacerdotes que cometen delitos, y entonces sí, llenan las páginas de los diarios y revistas en todo el mundo. Estoy convencido de que si los sacerdotes luchamos seriamente por ser santos, todos, ¡todos!, saldríamos ganando.

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