Mujeres en guerra, historietas y más
e voy a ser muy sincero: a mí las series de vaqueros me dan flojera. No puedo con ellas, aunque debo reconocer, como el profesional que soy, que algunas de estas producciones han alcanzado niveles de auténticas obras maestras.
¿Por qué le estoy escribiendo esto? Porque creo que por primera vez en mi vida estoy embelesado con una serie de vaqueros.
Por supuesto me refiero a Godless, cuya primera temporada se acaba de estrenar en Netflix.
¡Qué cosa tan más extraordinaria! A su lado, joyas indiscutibles de los últimos años como Deadwood, Longmire y Hatfields & McCoys son un juego de niños.
¿Por qué? Porque el gran Scott Frank, creador de esta preciosidad, del guion de películas tan memorables como Minority Report y del libreto de programas tan inolvidables como Los años maravillosos se voló la barda.
Godless no es una serie del viejo oeste, es una serie de las mujeres, sobre las mujeres de antes, sobre las mujeres de ahora.
Si usted, como yo, está preocupado por las cuestiones de género, por la violencia en contra de la mujer y por el empoderamiento del mal llamado sexo débil, tiene que correr a verla ya.
Y no, no se imagine un mamotreto ideológico cargado de denuncias y rencor. Esta serie es, ante todo, un ejercicio de entretenimiento, algo emocionante, apasionante, una revelación.
¿Sabe usted quién es la protagonista? Michelle Dockery, nuestra amada Lady Mary de DowntonAbbey en otra actuación que seguramente la llevará al Emmy.
Pero espérese, a su lado hay puro monstruo de la actuación. Desde un Jeff Daniels (The Newsroom) hasta la multipremiada Merritt Wever (Nurse Jackie) pasando por Kim Coates (Sons of Anarchy), por Jack O’Connell (300) y por muchas luminarias más.
Dicho en otras palabras, esto va en serio, no es una serie más del montón. Aquí Netflix se pulió para ofrecerle a sus suscriptores una propuesta de altura que, si usted mira completa, le robará el Godless corazón.
A mí me dejó como tarado porque no pude evitar, al verla, pensar en la lucha de muchas de nuestras mujeres que están como abandonadas en zonas rurales, donde el que manda es el que mejor mata.
A mí me fascinó porque la siento tan fina, tan oportuna, que lo único que puedo hacer es darle las gracias a Netflix por atreverse a llevar tan lejos y, por supuesto, recomendársela a usted.
Vea nada más el capítulo uno completo y me dice qué le pareció. ¿De acuerdo? Me interesa mucho su opinión. ¿Se acuerda que la semana pasada le escribí de Laligade la justicia, de Secret History of Comics y de otros asuntos vinculados al mundo de las historietas y los superhéroes?
Obviamente me tundieron en las redes porque el juego de moda es que a nadie le guste nada. El espectáculo ya no es para pasarla bien. Ahora es un pretexto para aparentar superioridad.
El caso es que le guste a quien le guste o le moleste a quien le moleste, el universo de las historietas, de los superhéroes y del entretenimiento puro es importante no nada más en términos económicos, sociales y culturales.
¿Qué me dice usted de lo que está pasando en términos de salud? Me acabo de enterar de lo que los señores de Prospera están haciendo con los cómics, con los juegos de mesa y con muchas otras herramientas de la cultura pop, con millones de las personas más pobres de este país, y estoy muy conmovido.
Estos señores están combatiendo la obesidad, las adicciones y hasta el cáncer de mama con unas historietas padrísimas, gratuitas y hechas, incluso, en diferentes lenguas indígenas, que se merecen todos nuestros respeto y reconocimiento.
Mientras que un puñado de intelectuales de cómic se rasgan las vestiduras por la escasa complejidad dramática de Aquamán, millones de niños mexicanos están entrándole a la activación física con estas herramientas que vienen acompañadas de un montón de elementos más.
Hay, por ejemplo, un balón hecho con tecnología japonesa que es ciento por ciento imponchable. ¡No hay manera de acabar con él! Aunque usted lo pique con un desarmador.
Ojalá que después le pueda escribir de los otros materiales que los responsables de este programa reparten a lo largo de toda la nación.
Es impresionante pero no nada más por lo que significa para la industria del entretenimiento. No, por su profesionalismo, por su calidad y por lo que generan en las audiencias.
Qué orgullo tener en México una instancia que se encargue de esta clase de cuestiones y que utilice algo tan noble como la cultura pop para la inclusión social.
Por favor dejemos de pelearnos por tonterías, saquémosle provecho a las historietas, los juegos y los superhéroes, y acerquémonos a quienes los utilizan para hacer el bien.
Busque ya los cómics de Prospera en su unidad de salud más cercana. Se va a sorprender de lo bien que se la va a pasar y de lo mucho que va a aprender. De veras que sí. s de esos temas que nos hacen reventar uno contra el otro en sociedad. Y ambas partes tienen razón. Si yo escribiera esta columna como la cinéfila sin hijos que soy, seguramente el resultado sería un montón de personas enojadas conmigo, diciéndome que es discriminatorio no dejarlos ir con sus hijos menores de tres años al cine. Yo les contestaría que quizá eso dependería mucho de la película y de ahí pa’l real, en muchos casos insultos, descalificaciones y ningún resultado. Porque es un tema que en realidad no se está discutiendo de manera real. Normativa, pues.
Y por supuesto que puedo entender que quienes tienen hijos pequeños y no tienen con quién dejarlos también quieran ir al cine. Y lo imposible que es mantenerlos callados. En lo personal, cuando yo era muy pequeña mis padres decidieron dejar de llevarme hasta cierta edad, porque me aburría, me escapaba y trataba de tocar la pantalla, meterme a la historia, pero creo que me estoy desviando del asunto.
Cinépolis ya dejó muy claro que ese letrero que se volvió viral, donde no están permitidos los niños menores de tres años, no es su política en absoluto, sino la ley local donde fue tomada la imagen. Pero hay algo que sí es ley, es la clasificación. Y aunque no andamos muy preocupados por ello en la vida, hay cintas que los pequeños definitivamente no deben siquiera escuchar. Por ejemplo, sonidos del género de terror que, aunque estén semidormidos, se quedarán en sus recuerdos. O en efecto, los harán indudablemente llorar.
La cosa es que mientras pensaba qué tanto me podría meter en problemas con este tema en particular, de pronto me quedó claro. Hay una enorme cantidad de los adultos que, con el comportamiento que muestran, son los que no deberían ser admitidos a ninguna sala de cine.
Esos que no saben dejar de mandar mensajes de texto durante la película o hasta contestan el teléfono. Esos que sienten la necesidad de dar sus explicaciones (usualmente innecesarias y no requeridas) a quien hayan acompañado al cine de lo que están viendo en la pantalla a volumen pronunciado.
Esos que llevan la torta de queso de puerco bien envuelta de casa o los dulces con los empaques más ruidosos que no dejan de apretar durante toda la película.
¡Y los peores! Los que sienten la necesidad de adivinar o dejarnos a todos saber que ya entendieron qué va a pasar con los personajes y lo gritan a los cuatro vientos para que nos demos cuenta lo inteligentes que son.
Así que no. Los niños usualmente no son el peor problema para poder gozar de una buena película en el cine, pero ya crecerán.