Milenio Monterrey

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ice Amos Oz, el célebre escritor, pacifista y periodista nacido en Jerusalén hace 78 años, que ser considerad­o “traidor” es a veces “un título honorífico”, en su caso por ser un judío crítico de las políticas de Israel hacia los palestinos tras casi siete décadas de negarles el derecho a tener ellos también su propio Estado. Una promesa que data de 1947, cuando Palestina, entonces bajo control británico, fue dividida en dos, según el Plan de Partición de la ONU: a los judíos, que eran 30 por ciento de la población local, se le adjudicó 55 por ciento del territorio, y a los árabes, con 67 por ciento de la población, el 45 por ciento restante. Meses después, en mayo de 1948, los judíos ya habían proclamado su Estado y desde entonces su expansión ha sido la marca de agua de un proyecto que desde el primer día aspira a la ocupación total de la antigua Palestina, gracias al apoyo político y militar incondicio­nal de Estados Unidos.

En palabras del historiado­r israelí Simha Flapan, la aceptación del Plan de Partición “fue solo una maniobra táctica del sionismo para impedir la creación del Estado palestino y expandir los territorio­s asignados al Estado judío por las ONU”. Se entiende por “sionismo”, el movimiento político internacio­nal judío que desde fines del siglo XIX concibió una patria segura para ese pueblo en la Tierra de Israel (“Eretz Israel”) junto a las colinas bíblicas de Sión, en Jerusalén.

El Plan de Partición también dividió a la tres veces ciudad santa - para los judíos, para los cristianos y para el islam- en dos, una parte israelí y otra palestina (Jerusalén oriental o Este). En 1967, la Guerra de los Seis Días permitió a Israel ocupar la parte Este y en 1980 el parlamento israelí proclamó a Jerusalén como su capital “entera y unificada”, una medida totalmente ilegal que explica por qué ningún país tiene su embajada en Jerusalén, sino en Tel Aviv. De ahí la gravedad del paso que podría dar este miércoles Donald Trump, ya sea que anuncie su decisión de mudar a Jerusalén la sede diplomátic­a o que reconozca a Jerusalén como la capital israelí, pese a las advertenci­as de los líderes mundiales, incluyendo el papa Francisco, ante los riesgos de cruzar la “línea roja” que supondría tal decisión.

“Será una catástrofe”, advirtió el presidente turco Recep Erdogan y “causará un desastre”, aseguró la Liga Árabe ante la cauta -y triunfante- expectativ­a del premier israelí Benjamín Netanyahu, cuyo gobierno ha sabido encarnar en los últimos años lo peor del proyecto sionista para el cual los derechos del pueblo judío a vivir, a ser respetado y a existir están por encima de los derechos del pueblo palestino. Pero no es con la política de “quítate tú que me pongo yo” como los judíos lograrán la paz que tanto anhelan, en razón de su condición histórica de pueblo perseguido, discrimina­do y exterminad­o. Como hoy los palestinos.

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