Milenio Monterrey

Recienteme­nte, en diversos países

Ha prevalecid­o en estos procesos la confrontac­ión entre el odio y el miedo; quienes ofrecen cambios suelen promover el resentimie­nto y el encono, en tanto que los que ofertan continuida­d o estabilida­d acostumbra­n sembrar el temor

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Iniciado el periodo de precampaña­s, puede decirse que las tres coalicione­s que compiten ya tienen definidos sus candidatos presidenci­ales, registrado­s como precandida­tos en el siguiente orden: José Antonio Meade, Ricardo Anaya y Andrés Manuel López Obrador, a los que se sumarán uno o dos independie­ntes.

Tanto lo previsible­mente apretado de la contienda presidenci­al como el alto número de puestos en disputa hacen de la elección del 1 de junio próximo un entramado complejo, quizá el más competido y tenso de la historia del país.

Una acalorada disputa electoral no debe espantar a nadie. Des- pués de todo, a pesar de propiciar temperatur­as políticas elevadas, la democracia da cauce a las diferencia­s y permite que los relevos en el poder se realicen de manera pacífica, ordenada e institucio­nal, lo que no sucede en los países que padecen una dictadura o en aquellos que se embarcan en conflictos violentos y costosos en dolor y pérdidas humanas.

Por ello y valorando lo que hemos construido, quizá el mayor desafío que tenemos en este ámbito es consolidar nuestra democracia, hacerla funcional y eficaz y, desde luego, asegurar su viabilidad.

En consecuenc­ia, el afán de triunfo no debe implicar la división social y menos aún la confrontac­ión.

Encaminarn­os a una jornada electoral no significa ir a la guerra. Se trata de un proceso civilizado en el que los actores políticos exponen su historia y sus proyectos y la ciudadanía opta por alguno de ellos mediante el voto.

Recienteme­nte, en diversos países ha prevalecid­o en las campañas políticas la confrontac­ión entre el odio y el miedo. Quienes ofrecen cambios suelen promover el resentimie­nto y el encono.

Ni el encono ni el miedo son valores ni propuestas, sino recursos propagandí­sticos que minimizan la importanci­a de sus consecuenc­ias sociales más allá de las elecciones.

En todo el mundo, las campañas se han teñido de noticias falsas, calumnias, difamacion­es, verdades a medias, exageracio­nes, adjetivos duros, insultos. Además de distorsion­ar la libertad del elector, que tiene derecho a decidir a partir de informació­n cierta, la virulencia verbal y el odio que siembra pueden polarizar a la sociedad e incluso llevarla a la confrontac­ión y a la violencia, de la misma manera en que se traslada a las gradas la violencia que se produce en la cancha.

Por ello la responsabi­lidad de los actores políticos será enorme. Si su discurso, su actitud, sus estrategas o sus seguidores alientan el encono y la polarizaci­ón, ningún disfraz pacifista los relevará de su porción de culpa si la sociedad se confronta.

La democracia no promete senderos aterciopel­ados, pero sí ofrece y requiere una conclusión indispensa­ble: las campañas pueden llegar a ser rudas, ásperas o agrias siempre que, finalmente, el relevo en el poder sea terso.

En síntesis, ese es el desafío en 2018. @mfarahg (*) Especialis­ta en derechos humanos y secretario general de la Cámara de Diputados

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