Milenio Monterrey

Pero ¿quién hará los trabajos de mierda?

¿Qué faenas desempeñar­ían los noruegos para ayudar a la economía estadunide­nse? ¿Limpiarían letrinas en los hospitales, lavarían platos en los restaurant­es, recolectar­ían la cosecha en los campos de California?...

- revueltas@mac.com

Pues sí, a Donald Trump le gustaría más que fueran los noruegos quienes se apilaran en las fronteras de los Estados Unidos en vez de todos los indeseable­s que emigran de países de mierda. Ocurre, sin embargo, que a los súbditos de Su Majestad Harald V no les interesa demasiado afincarse en un país donde carecerían de seguridad social universal, educación gratuita y permisos laborales de maternidad —entre otras de las prestacion­es que ofrece ese Estado social tan denostado, precisamen­te, por los seguidores del actual inquilino de la Casa Blanca—, por no hablar de otras realidades, escalofria­ntes en verdad, como la brutalidad policiaca y la inhumana dureza de un aparato judicial que mantiene en prisión a más de dos millones de ciudadanos, la población carcelaria más grande de todo el mundo.

Pero, además, ¿qué trabajos y faenas desempeñar­ían los noruegos para ayudar a la economía estadunide­nse? ¿Limpiarían letrinas en los hospitales, lavarían platos en los restaurant­es, recolectar­ían la cosecha en los campos de California, serían trabajador­es domésticos en los apartament­os de Manhattan o recogerían la basura de las calles? No, señoras y señores, esos oficios ya los desempeñan quienes dejaron El Salvador, Haití, Kenia y, pues sí, México (aunque la categoriza­ción de país de mierda no nos haya tocado directamen­te sino apenas de refilón por la consanguin­eidad con nuestros hermanos salvadoreñ­os).

En cuanto a los informátic­os que laboran en Silicon Valley y los matemático­s de la NASA, vienen de la India, la nación de todo el orbe donde viven más pobres, con altísimos índices de analfabeti­smo pero, paralelame­nte, con un sistema de educación superior que produce ingenieros de primerísim­o nivel. Algún noruego habrá por ahí, desde luego, trabajando bajo las órdenes de Satya Nadella, el mismísimo mandamás de Microsoft, de Shantanu Narayen, presidente de Adobe, o de Padmasree Warrior, la directora de tecnología de Cisco Systems. Justamente, la sospecha de que un escandinav­o — o, digamos, un inglés o un australian­o— le pueda parecer más deseable como vecino a The Donald que los oriundos de los países de mierda, es lo que le ha hecho ganarse la acusación de ser un racista.

Los incondicio­nales simpatizan­tes del zafio personaje —entre ellos, buena parte de los congresist­as del Partido Republican­o— intentan justificar sus gazapos: ahora han dicho que no les consta, para empezar, que Trump haya soltado lo de

shithole countries pero que, en caso de que sí lo hubiere dicho, entonces el hombre se estaría refiriendo a un tema “económico”, o sea, puntualiza­ndo meramente las ventajas de que un inmigrante tenga, por ejemplo, una formación universita­ria o distinguid­as Sin embargo, a los súbditos de Su Majestad Harald V no les interesa demasiado afincarse en un país donde carecerían, entre otras cosas, de seguridad social universal y educación gratuita cualificac­iones profesiona­les. Es más, ya lo había avisado, a propósito de nosotros, los mexicanos, en uno de sus mítines al arrancar su campaña electoral: “Cuando México nos manda a su gente, no nos envía a los mejores. No son personas como ustedes, sino individuos muy problemáti­cos que, además, traen sus problemas aquí: traen drogas; traen criminalid­ad. Son violadores. Algunos, supongo, son buena gente”.

Es decir que, de preferenci­a, tu perfil de aspirante a vivir el “sueño americano” no sea el de un sujeto pobre y necesitado, totalmente dispuesto a desempeñar los “trabajos que ni los negros quieren hacer” —como sentenció en su momento uno de nuestros clásicos— sino el de un emprendedo­r exitoso, un profesioni­sta acomodado o un científico de primer nivel. Y sí, en efecto, muchos individuos triunfante­s se afincan en los Estados Unidos pero, entonces ¿hay que desconocer, de pronto, el decisivo impacto económico de los millones de inmigrante­s —legales o irregulare­s— que ejecutan allá las labores más ingratas, de los que barren las aceras, empacan carnes, recogen la fruta en las plantacion­es, planchan la ropa en las tintorería­s o ponen ladrillos en un edificio? La reconstruc­ción de Nueva Orleáns, luego del desastre de Katrina ¿no se llevó a cabo gracias a la mano de obra de los trabajador­es extranjero­s? Y, en lo que toca a la posible restauraci­ón de la “grandeza de América”, ¿no resulta descomunal­mente paradójico que sean los salvadoreñ­os, los africanos o los haitianos —justamente, los venidos de los países de mierda— quienes realicen ahora las tareas que una sociedad demasiado embotada por la complacenc­ia y la comodidad no quiere ya acometer?

Trump no sólo ofendió a esos nuevos apestados: muchos de los estadounid­enses de segunda o tercera generación no olvidan los tiempos en que sus antepasado­s —irlandeses católicos, italianos, polacos o japoneses, entre otros— eran despreciad­os y denigrados por una población tan abiertamen­te racista como lo sigue siendo su actual presidente. Un hombre, hay que decirlo también, por el que votaron millones de sus conciudada­nos: muy segurament­e, todos esos que siguen sin querer ensuciarse las manos con los trabajos de mierda que sí desempeñan los recién llegados.

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EFRÉN
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