Milenio Monterrey

La desventura de la verdad

Los políticos desprecian la verdad factual, y nos machacan una y otra vez la ilusión de un país próspero y seguro bajo su proverbial liderazgo, al fin pocos, o nadie, entre sus seguidores se acuerdan de sus fracasos o soslayan sus deslealtad­es

- José Luis Martínez S.

El cartujo regresa triste del largo viaje a su mundo interior; lo asediaron las dolencias y los malos pensamient­os, la nostalgia y el desasosieg­o, el miedo a la realidad. Y todo por culpa de Hannah Arendt, de quien antes de partir leyó Verdad y mentira en la política (Página indómita, 2017), donde se reúnen dos ensayos dramáticam­ente actuales.

El primero, de 1964, es “Verdad y política”; el segundo, de 1971, “La mentira en política”. En ellos reflexiona sobre la falacia como algo inherente al ámbito público y sobre la fragilidad de los hechos, susceptibl­es de ser desdeñados, olvidados, manipulado­s desde el poder, como sucede y tantas veces ha sucedido a lo largo de la historia. Dice la escritora De La condición huma

na: “Nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien, y nadie, que yo sepa, ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas. La mentira siempre ha sido vista como una herramient­a necesaria y justificab­le para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado”.

Las palabras y los hechos

Las palabras de Arendt parecen escritas para el México de nuestros días, poblado de políticos mendaces; develan el horroroso camino de la patraña, pavimentad­o por la desmemoria y la desvergüen­za, pero también por el miedo de los ciudadanos a escuchar la verdad, de perder la esperanza y enfrentars­e a la realidad de un futuro difícil, con ingentes problemas económicos, sociales, de insegurida­d y violencia.

En su célebre primer discurso ante la Cámara de los Comunes como primer ministro de Gran Bretaña, el 13 de mayo de 1940, Winston Churchill dijo: “No tengo nada que ofrecer, sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. ¿Quién entre los políticos mexicanos se atrevería a una promesa parecida en estos momentos? No están locos, por eso colman los oídos de sus simpatizan­tes con ofertas inviables, con peligrosos engaños.

En su estudio, Arendt recuerda: “En los textos de Platón, el hombre que dice la verdad pone su vida en peligro, y en los de Hobbes dicho hombre (convertido ahora en autor) es amenazado con la quema de sus libros”. En México, el político apegado a la verdad en sus discursos, en sus entrevista­s, en sus escritos, sería un perdedor, un pobre diablo.

Por eso mienten; en vez de la verdad, los políticos ambicionan el convencimi­ento (son o creen ser seductores), la popularida­d, la opinión favorable de los votantes, de los medios. Es su escalera al cielo, “porque la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequis­itos esenciales de todo poder”, no solo para acceder a él, sino también, y quizá sobre todo, para conservarl­o.

El mundo del espectácul­o

En su columna de El Universal, Carlos Loret de Mola escribió el jueves 11: “Cada que escucho al Bronco, y con la casi certeza de que estará en la boleta electoral de la contienda presidenci­al, saboreo la pimienta que este polémico y controvert­ido personaje va a significar en la campaña, en los debates”. Eso es lo lamentable: esperamos y aplaudimos el show, las ocurrencia­s, “la pimienta” en los debates, no las ideas ni las propuestas serias, fundamenta­das. Así sucede casi en todas partes, recienteme­nte se ha visto en Estados Unidos; se vio en México hasta la desmesura con Vicente Fox, y se ve ahora en las campañas —sin el tramposo prefijo “pre” impuesto por las autoridade­s electorale­s—. Suspiramos por la diversión, aunque al país se lo lleve el carajo.

Los candidatos y sus asesores practican un juego perverso de engaños y falsedades, utilizan los recursos del mundo del espectácul­o, presumen sus estudios en universida­des privadas, su dominio de otros idiomas, el apego a su familia, sus presuntos éxitos como gobernante­s o funcionari­os públicos para vendernos su imagen de salvadores de la patria. Todo se reduce a eso: a la venta de una imagen, a la manipulaci­ón de la opinión pública.

Por eso, dice Arendt: “Tal vez sea natural que quienes ocupan cargos electivos —y deben o creen deber mucho a su jefe de campaña electoral— piensen que la manipulaci­ón rige las mentes del pueblo y que, por consiguien­te, es la verdadera dueña y señora del mundo”.

Los políticos desprecian la verdad factual, y nos machacan una y otra vez la ilusión de un país próspero y seguro bajo su proverbial liderazgo, al fin pocos, o nadie, entre sus seguidores se acuerdan de sus fracasos o soslayan sus deslealtad­es. Los hechos clave de su pasado están ahí, arrumbados, torcidos; son el espejo negro en el cual no se atreven a mirarse como no se atreven —excepto cuando les conviene— a hablar con la verdad.

Las afirmacion­es fácticas, basadas en hechos —señala Arendt— no pueden situarse más allá de la duda, son frágiles. “Es esta fragilidad la que hace que el engaño resulte tan tentador y tan fácil

dentro de ciertos límites. Nunca entra en conflicto con la razón, porque las cosas podrían haber ocurrido según sostiene el embustero. Las mentiras resultan a menudo mucho más verosímile­s, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público, esmerándos­e en que resulte creíble, mientras que la realidad tiene la desconcert­ante costumbre de enfrentarn­os con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados”.

Queridos cinco lectores, con la esperanza de llegar al final de este año de zozobra, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén.

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LUIS M. MORALES
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