La desventura de la verdad
Los políticos desprecian la verdad factual, y nos machacan una y otra vez la ilusión de un país próspero y seguro bajo su proverbial liderazgo, al fin pocos, o nadie, entre sus seguidores se acuerdan de sus fracasos o soslayan sus deslealtades
El cartujo regresa triste del largo viaje a su mundo interior; lo asediaron las dolencias y los malos pensamientos, la nostalgia y el desasosiego, el miedo a la realidad. Y todo por culpa de Hannah Arendt, de quien antes de partir leyó Verdad y mentira en la política (Página indómita, 2017), donde se reúnen dos ensayos dramáticamente actuales.
El primero, de 1964, es “Verdad y política”; el segundo, de 1971, “La mentira en política”. En ellos reflexiona sobre la falacia como algo inherente al ámbito público y sobre la fragilidad de los hechos, susceptibles de ser desdeñados, olvidados, manipulados desde el poder, como sucede y tantas veces ha sucedido a lo largo de la historia. Dice la escritora De La condición huma
na: “Nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien, y nadie, que yo sepa, ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas. La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado”.
Las palabras y los hechos
Las palabras de Arendt parecen escritas para el México de nuestros días, poblado de políticos mendaces; develan el horroroso camino de la patraña, pavimentado por la desmemoria y la desvergüenza, pero también por el miedo de los ciudadanos a escuchar la verdad, de perder la esperanza y enfrentarse a la realidad de un futuro difícil, con ingentes problemas económicos, sociales, de inseguridad y violencia.
En su célebre primer discurso ante la Cámara de los Comunes como primer ministro de Gran Bretaña, el 13 de mayo de 1940, Winston Churchill dijo: “No tengo nada que ofrecer, sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. ¿Quién entre los políticos mexicanos se atrevería a una promesa parecida en estos momentos? No están locos, por eso colman los oídos de sus simpatizantes con ofertas inviables, con peligrosos engaños.
En su estudio, Arendt recuerda: “En los textos de Platón, el hombre que dice la verdad pone su vida en peligro, y en los de Hobbes dicho hombre (convertido ahora en autor) es amenazado con la quema de sus libros”. En México, el político apegado a la verdad en sus discursos, en sus entrevistas, en sus escritos, sería un perdedor, un pobre diablo.
Por eso mienten; en vez de la verdad, los políticos ambicionan el convencimiento (son o creen ser seductores), la popularidad, la opinión favorable de los votantes, de los medios. Es su escalera al cielo, “porque la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder”, no solo para acceder a él, sino también, y quizá sobre todo, para conservarlo.
El mundo del espectáculo
En su columna de El Universal, Carlos Loret de Mola escribió el jueves 11: “Cada que escucho al Bronco, y con la casi certeza de que estará en la boleta electoral de la contienda presidencial, saboreo la pimienta que este polémico y controvertido personaje va a significar en la campaña, en los debates”. Eso es lo lamentable: esperamos y aplaudimos el show, las ocurrencias, “la pimienta” en los debates, no las ideas ni las propuestas serias, fundamentadas. Así sucede casi en todas partes, recientemente se ha visto en Estados Unidos; se vio en México hasta la desmesura con Vicente Fox, y se ve ahora en las campañas —sin el tramposo prefijo “pre” impuesto por las autoridades electorales—. Suspiramos por la diversión, aunque al país se lo lleve el carajo.
Los candidatos y sus asesores practican un juego perverso de engaños y falsedades, utilizan los recursos del mundo del espectáculo, presumen sus estudios en universidades privadas, su dominio de otros idiomas, el apego a su familia, sus presuntos éxitos como gobernantes o funcionarios públicos para vendernos su imagen de salvadores de la patria. Todo se reduce a eso: a la venta de una imagen, a la manipulación de la opinión pública.
Por eso, dice Arendt: “Tal vez sea natural que quienes ocupan cargos electivos —y deben o creen deber mucho a su jefe de campaña electoral— piensen que la manipulación rige las mentes del pueblo y que, por consiguiente, es la verdadera dueña y señora del mundo”.
Los políticos desprecian la verdad factual, y nos machacan una y otra vez la ilusión de un país próspero y seguro bajo su proverbial liderazgo, al fin pocos, o nadie, entre sus seguidores se acuerdan de sus fracasos o soslayan sus deslealtades. Los hechos clave de su pasado están ahí, arrumbados, torcidos; son el espejo negro en el cual no se atreven a mirarse como no se atreven —excepto cuando les conviene— a hablar con la verdad.
Las afirmaciones fácticas, basadas en hechos —señala Arendt— no pueden situarse más allá de la duda, son frágiles. “Es esta fragilidad la que hace que el engaño resulte tan tentador y tan fácil
dentro de ciertos límites. Nunca entra en conflicto con la razón, porque las cosas podrían haber ocurrido según sostiene el embustero. Las mentiras resultan a menudo mucho más verosímiles, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público, esmerándose en que resulte creíble, mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados”.
Queridos cinco lectores, con la esperanza de llegar al final de este año de zozobra, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.