ace varios siglos la Tierra era plana y los dioses tenían otros nombres. Hoy sabemos que nuestro planeta es redondo, que Gibraltar no es el fin del mundo, que los templos y el culto a Zeus, Hera, Isis o Anubis son cosa del pasado. Afortunadamente nadie muere quemado en la hoguera por brujería y podemos leer los libros que nos dé la gana sin preocuparnos por la Santa Inquisición, también la esclavitud está prohibida; los cambios, en su mayoría, han sido para bien y es eso a lo que llamamos progreso.
Hay cambios que se dan de forma paulatina, otros de forma violenta. En ciertos casos requieren de muchísimo esfuerzo para hacer conciencia de la injusticia. Lo cierto es que después de ese cambio las cosas no vuelven a su estado original. El 1 de diciembre de 1955, en Montgomery, Alabama, una mujer negra se negó a ceder su asiento a un blanco y a moverse a la parte trasera del autobús en el que viajaba. Esa firme negativa de Rosa Parks (por la que fue encarcelada) dio inicio al movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos y nada volvió a ser como antes.
Hoy estamos frente a un cambio en el tema de acoso sexual. Una mujer denunció el acoso que sufrió de Harvey Weinstein y muchas otras la siguieron, lo que dio el inicio al movimiento #MeToo. Ese acoso, que durante años hemos ignorado, silenciado o del que hemos sido cómplices, hoy está en boca de todos. Voces de apoyo y algunas críticas se han alzado en todas partes. Bienvenida la discusión. Hace tiempo que era necesaria. Las denuncias no se han limitado a la industria cinematográfica. Leía en estos días una nota del periódico The Guardian que hablaba del acoso sexual en la Organización de las Naciones Unidas. Resulta que empleados de la renombrada organización han denunciado una cultura de silencio ante hechos de acoso o agresión sexual en donde los perpetradores actúan con impunidad a pesar de las denuncias del tema (https://www. theguardian.com/ global-development/2018/ jan/18/sexual-assaultand-harassment-rifeat-united-nations-staffclaim?CMP=share_btn_link). Un síntoma de la gravedad del problema. Si la organización que se dedica a defender los derechos fundamentales de las personas no puede protegerlas de acoso sexual, uno no puede más que preguntarse ¿cómo andará la cosa en las demás?
Desde luego los cambios no son sencillos. Existen quienes que se resisten, aferrándose al pasado con uñas y dientes. Por ello nos topamos con argumentos torpes, pueriles y confusos que tratan de defender lo indefendible. Por otra parte, también existen preocupaciones genuinas que hay que atender por los excesos que estas denuncias puedan ocasionar o extremos ridículos a los que no queremos llegar. Como en todos los problemas, el primer paso para solucionarlo es aceptar que éste existe. No podemos saber que hay un caso de acoso sin que exista una denuncia. Para eso necesitamos entender qué es acoso y qué no lo es. Si bien las definiciones pueden cambiar de acuerdo al código o país, los puntos fundamentales son básicamente los mismos: el acoso sexual se da en la vida laboral o docente. Hay una conducta de naturaleza sexual que resulta ofensiva y afecta la dignidad de quien la recibe (sea hombre o mujer). El rechazo a estos avances tiene consecuencias negativas como el despido, reprobar el examen, pérdida de promociones, etcétera. El acoso no tiene que ver con la seducción sino con el poder y violencia. Hace 100 años, gracias al valiente trabajo de sufragistas como Emily Wilding Davison, Emmeline Pankhurst y otras, se otorgó el derecho al voto para las mujeres en Gran Bretaña. Era solo para las mayores de 30 años y con varias restricciones. Muchos se mostraron indignados ante esta absurda medida; sin embargo, hoy sabemos que su esfuerzo cambió al mundo de dirección. Me gusta pensar que estamos en un momento similar. Un momento de cambio, en donde también habrá críticas y pataleos. A pesar de ello, tengo confianza de que con el esfuerzo de todos será positivo. No podemos oponernos al progreso.