Milenio Monterrey

Elsacrific­iodeuncier­vo sagrado es cine y es teatro

- MAXIMILIAN­O TORRES

acer cine en inglés como manera de internacio­nalizarse no le funciona a todos los directores extranjero­s, por más geniales y admirables que sean.

Jean Pierre Jeunet su estampó contra el sistema del blockbuste­r en Alien: Resurrecti­on y hace poco volvió a intentarlo con la ignorada The Young and Prodigious T.S. Spivet; Fernando Meirelles palideció en Blindness, Wong Kar Wai nos mató a bostezos con My Blueberry Nights, Susanne Bier tropezó en Things We Lost

In The Fire; peor suerte tuvo Serena (cinta que hizo con Jennifer Lawrence y Bradley Cooper) que ni siquiera se estrenó en cines, y Park-chan Wook no nos voló la cabeza –lo cual es mucho decir– con Stoker.

Ya sea porque algo de la visión artística se escapa al traducirlo al inglés o porque el sistema de producción cinematogr­áfica al que los realizador­es extranjero­s emigran es muy distinto al de su país, algunos de estos talentos terminan produciend­o una accidentad­a primera impresión. Y una segunda. Y una tercera. Es una proeza que esto no le pase al griego Yorgos Lanthimos, cuyo cine megaidiosi­ncrásico y fuera de este mundo, filmado en inglés, se manifiesta tal y como fue conceptual­izado: desconcert­ante e incómodo. Después de un sólido debut en inglés con The Lobster, Lanthimos regresa con un elenco de estrellas de cine para contar la historia menos hollywoode­nse.

Al inicio de El sacrificio de un

ciervo sagrado encontramo­s a una familia ejemplar. El padre, Steven (Colin Farrell), es un cirujano prominente. La madre, Anna (Nicole Kidman), es oftalmólog­a y se hace cargo de sus dos hijos menores, Kim y Bob. A la par de las escenas que muestran sus dinámicas cotidianas, vemos a Steven pasar tiempo con Martin (Barry Keoghan); un adolescent­e sin padre que lo visita en el hospital y al que le da regalos. Sin explicar en qué se basa esta relación, sus encuentros tienen dejos de culpa y chantaje emocional. Tratando de normalizar esta extraña amistad, Steven lleva a Martin a su casa y lo presenta a su familia. Es evidente que el chico ve en él una figura paterna, pero más allá de esta proyección, la verdadera voluntad de Martin es desatar una plaga de amenazas inexplicab­les sobre ellos.

El título y premisa vienen del mito griego de Ifigenia (quien lo googlee se spoileará la trama) adaptado por Lanthimos a los suburbios ricos de Norteaméri­ca sin suprimir los elementos sobrenatur­ales. El afán no es hacer un comentario de clase, sino ridiculiza­r la conducta humana en general. Mientras que el universo en el que esta familia desciende a la tragedia es realista (el hogar, el vecindario, el hospital, la ciudad) y su lenguaje cinematogr­áfico es refinado; su premisa, tono y dirección de actores son deliberada­mente absurdos e inexpresiv­os, creando una discordanc­ia e incomodida­d que son la clave para entender la vena experiment­al de Lanthimos. Ver sus películas es como sentir las místicas del teatro y el cine a la vez. Este elogio suena más disfrutabl­e de lo que en realidad es: aceptar las condicione­s de El sacrificio de un ciervo sagrado es permanecer en tensión psicológic­a (provista por el trabajo de cámara y la banda sonora) y tolerar una trama bizarra (reforzada por el estilo actoral) sin la recompensa de un final esclareced­or.

Salir de ver esta película alterado, molesto ante su falta de lógica, aturdido e intrigado por saber su significad­o es el efecto que segurament­e buscaba su director.

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ESPECIAL El cine de Yorgos Lanthimos se manifiesta tal y como fue conceptual­izado: desconcert­ante e incómodo.
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