ace dos semanas publiqué aquí un texto donde me sumaba a la preocupación por la creciente desconfianza que hay hacia la ciencia como fuente de conocimiento confiable y útil sobre el mundo (expresada concretamente en el peligroso movimiento antivacunas).
En los comentarios a mi columna en el sitio web de MILENIO hubo varias opiniones donde se me acusaba de ser incongruente: “Que no se lamenten hoy de lo que sembraron en el vasto campo de la posmodernidad”, me reprochó “Miguel Ángel”, añadiendo que yo solía burlarme “de los que hablan de hechos objetivos”, y decía que “todo era un constructo social o mental”. Otro lector/ BruceWeinn, comentaba que “el conocimiento es universal; lo que es válido desde que se creó este mundo será válido aun después de que desaparezca”. ¿Cómo, si pienso todo eso, pretendo defender la validez del conocimiento científico sobre las vacunas?
Para empezar, habría que expli- car a qué se refieren con posmodernismo: se trata, según la Encyclopaedia Britannica, de un amplio movimiento filosófico de finales del siglo pasado que se caracteriza “por su amplio escepticismo, subjetivismo o relativismo; que sospecha de la razón y es muy sensible al papel de la ideología”. El posmodernismo duda de que haya una realidad objetiva y de la utilidad de la lógica y la razón para conocerla. Puesto así suena bastante absurdo, aunque hay que aclarar que se trata de una caricatura, y hay muchas variedades de posmodernismo. Pero, curiosamente, mis críticos —y muchos científicos también, así como defensores del pensamiento crítico y de la lucha contra charlatanerías y pseudociencias— parecieran defender la visión opuesta: que existe una única realidad objetiva, que ésta puede conocerse de manera certera y absoluta por medio de la lógica y la razón, y que las teorías que generamos por medio de ella representan de manera total, “verdadera” (así, sin matices) al mundo físico. Esto, lamentablemente, como bien saben los filósofos de la ciencia, es una visión simplona e incorrecta de las cosas. Si así fuera, las teorías científicas no evo- lucionarían: las verdades no cambian.
¿Quiere decir eso que “todo es un constructo mental”? No el mundo real, en cuya existencia creemos firmemente los científicos, pero sí el conocimiento que podemos tener de él. Sabemos que los humanos no podemos tener acceso directo a la realidad: todo lo que sabemos de ella pasa a través del filtro de nuestros sentidos, limitados y propensos a errores, y a las interpretaciones que nuestros cerebros hacen de la información que reciben de ellos. No podemos jamás ver un objeto: solo la luz que se refleja en él (y que nuestros ojos transforman en impulsos nerviosos que nuestro cerebro procesa).
¿Cómo conocer entonces el mundo, cómo confiar en los modelos que nuestros cerebros o nuestra ciencia generan de él? Aceptando que no se trata de conocimiento absoluto, pero sí confiable. Y más confiable cuanto más precavidos seamos en construirlo. El conocimiento científico no es universal ni eterno: se va construyendo, cambia y depende de nuestras creencias, métodos, cultura… es relativo. Pero eso no quiere decir que sea arbitrario.
Reconocer esto no lo invalida ni hace que no se pueda decir que sabemos, más allá de toda duda razonable, que las vacunas funcionan.