Milenio Monterrey

Histerica opulencia

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os chismosos son más fiables que los historiado­res, dicen que en el reinado de Luis XIV los adictos al estilo secuestrab­an a los modistos, los retenían en exclusivid­ad para deslumbrar con un traje que nadie más pudiera tener, la envidiosa violencia de esa obsesión provocó espionaje, crímenes y la creación de una industria. En los fashionist­as las marcas son más que un nombre, son un tipo de sangre mutante en cada temporada, detrás de ese efímero escudo de armas pueden asesinar al anonimato y trascender por unos instantes.

En el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, exponen Sorolla yla

Moda, con pinturas, fotografía­s y las prendas que usaron las modelos en los retratos del pintor. Los zapatos, vestidos, joyas, muebles, la ficción de una escenograf­ía, el teatro de la inmortalid­ad en la frivolidad de la apariencia. Es el arte inventando a las personas, a seres inexistent­es que se retienen en el ideal que deberá ser recordado. La belleza de esa mentira se delata al comparar el vestuario con el retrato, la diferencia es que la ficción es más potente que la realidad, que la naturalida­d asesina al mito. Sorolla sabía que nos cansamos de las personas y que si nos heredan un retrato que disfrutemo­s contemplar durante años, en el que no veamos a “alguien”, entonces el desprecio o el fastidio que sentíamos se trasformar­á en elogios.

El retrato del rey Alfonso XIII es magnífico, delgado como el sable, posa con el uniforme de gala de Húsares, la coraza de un héroe para el débil cuerpo del pornógrafo, es una estatua de brocado y seda. La fotografía de la sesión de trabajo en el jardín, con Sorolla pintando al rey bajo la sombra de un árbol, es un testimonio de la dictadura de la forma sobre la vida; después de que la Historia habla y la sociedad olvida el dueño del destino de esa persona es el pintor, él decide cómo será recordado, qué momento de su existencia debe continuar para la eternidad.

El elegante gato lleva un moño rojo y destroza los encajes, la niña lo provoca, el pintor captura al juego, el vestido blanco es un capricho transparen­te, la vida seguirá y la infancia quedará despedazad­a como ese encaje, La señoritaBa­rrios consugato, melancólic­a recuerda sus últimos juegos, aprenderá que un vestido tiene consecuenc­ias. El voyerismo de Sorolla es fetichismo del estilo, los zapatos, las cinturas fajadas esperando ser liberadas, dibuja las piernas ocultas por las faldas, prolonga los escotes, conquista la humedad de la piel, el palpitar del cuello, posee a sus modelos, las tiene para él en una observació­n que cotidiana sería obscena. Los maridos no ven a sus esposas, Sorolla las desviste, sabe qué llevan debajo del vestido, cómo es el corset, a qué huelen sus medias, de qué tamaño tienen los pies, cómo se sientan y apoyan el brazo, se polvean el pecho, el pintor reinventa a una mujer para que su marido la vuelva a desear, y si no es así, será otro, la pintura está ahí para despertar una pasión. En estos tiempos del puritanism­o de “lo políticame­nte correcto”, la obra de Sorolla resulta una audacia seductora, la oportunida­d de ver que la elegancia y la presencia femenina no tiene que estar disminuida por un statement político-feminista, y participar del hedonismo de la vida. Vestidos de negro intenso o blancos encegueced­ores, cinturas mínimas, encajes y gasas, aunque vivamos y suframos como miserables, perduremos como diosas, eso es un retrato. Sorolla conocía las leyes implacable­s del estilo, observaba las telas y los reflejos de la luz, estudiaba las texturas, detallaba las joyas, llevaba los materiales al límite de la fantasía, y se detenía un instante antes para que lo imposible fuera verosímil. Los colores del mar, la paciencia de las olas, se prolongaba­n en los volantes de los vestidos y el viento tensaba los parasoles, el tiempo es del arte.

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