La pintura de Arnold Böecklin (1827-1901) es una de las más reproducidas, copiadas, plagiadas, interpretadas, soñadas, remedadas, parafraseadas y parodiadas de la historia
vanzando hacia su tumba o su nicho en el agua oscura sin oleaje, el blanco, casi fantasmal personaje va de pie en la proa de la barca conducida por un remero. Quizá ya difunto, pero con el orgullo de llegar de pie a la deshabitada isla de altos y oscuros pinos, de nichos en los grandes peñascos, el protagonista del cuadro está tranquilo y señorial, portador de otro personaje, el del ataúd, hacia la isla-necrópolis. Y todo el cuadro es sereno, la isla tiene la belleza de las del archipiélago mediterráneo, pero la baña una luz moribunda y se diría que se yergue sobre un mar oscuro y demasiado quieto, un mar de final de viaje. Y el cuadro se llama Die Toteninsel. Die Toteninsel, literalmente LaIsla de los muertos, de Arnold Böecklin (1827-1901), artista representativo del simbolismo pictórico del fin- de-siglo, y algo kitsch, es una de las obras más reproducidas, copiadas, plagiadas, interpretadas, soñadas, remedadas, parafraseadas y parodiadas de la historia de la pintura. Obra de un pintor dotado de mucha técnica, y de no poca cursilería, pero de mucho talento imaginativo, ha fascinado a personajes históricos como Elizabeth de Austria, Clemenceau, Lenin e Hitler; a exploradores del subconsciente como Sigmund Freud, que tenía una reproducción sobre el sofá de las torturas psicoanalíticas; a poetas como D’Annunzio que la cantaba en versos estatuarios, o como Rilke que la susurraba en suspiros exquisitamente rimados; ha inspirado a otros pintores como De Chirico, que la tradujo en las plazas y columnatas deshabitadas de su pintura “metafísica”, a Max Ernst que la trastocó en el selvático Ojo del Silencio, a Dalí que la cataluñizó en los infinitos paisajes de su Port-Lligat, al dramaturgo Strindberg que la dejaba figurar en los telones de fondo de sus crispados dramas, al compositor Rachmaninoff que la tradujo en un poema musical de obsesivo oleaje
sinfónico; y a los cineastas Schoedsak y Cooper que en 1934 la trasmutaron en la Isla de la Calavera del primer y genial King Kong.
¿Es Toteninsel una gran obra de las artes plásticas? Yo diría que no, pero también que la estética convencionalmente académica de Böecklin, tan cercana al
kitsch, no estorba sino que quizá potencia por contraste la calidad poética del cuadro, lo hace trascender el marchito arte simbolista del fin-de-siècle. Todas las obras plásticas son en principio silenciosas, pero esta es de la categoría de la Pintura del Silencio, en la cual sus hermanas mayores son para mí las Meninas de Velázquez, las plazas solitarias de Chirico y los playeros paisajes dalinianos de Port-Lligat. REVERSO: LOS MUERTOS FELICES Cuando la chiquillería vecina, disfrazada de vivientes esqueletos, de brujos y de brujas, de monstruos frankesténicos, de vampiros draculescos, de freaks alegres o alebrijes animados, pululaba por las escaleras, tocando puertas, trompeteando y aullando y chillando y exigiendo dulces, fruta y monedas (¿en ocasión de qué?), recordé que a Pedro Miret el título La islade losmuertos le hacía imaginar algo muy especial. Y nos contaba Miret su ensoñación. Nos hablaba de una playa soleada en la que los muertos y las muertas de diversas edades se comportaban como turistas y nadaban, retozaban, buscaban conchitas, se lanzaban coloridas pelotas, formaban castillos de arena, oían casettes de valses de Johann Strauss, de melodías de André Kostelanetz o Glenn Miller, de canciones de Frank Sinatra, o se fotografiaban sonrientes y abrazados por la cintura o por los hombros, y se daban besitos, se bronceaban tendidos al sol, hacían lagartijas, resolvían crucigramas, pintaban acuarelas, leían novelas de Mario Puzo y de Barbara Cartland, se extasiaban ante el amanecer o el crepúsculo y…
Eran, en fin, muertos en sus quizá no merecidas pero necesarias vacaciones.