Milenio Monterrey

UN HOMBRE FELIZ

Sergio Pitol falleció la mañana del 12 de abril a los 85 años en su casa de Xalapa. Escritor, traductor y viajero incansable, premio Cervantes, autor de una treintena de libros y de una gran cantidad de traduccion­es. En este texto recordamos su extensa tr

- AVE BARRERA @AVEBARRERA

Entre la tolvanera de pasiones, aversiones y entusiasmo­s que levantan la literatura y sus secuaces, es posible identifica­r de manera bastante clara el cariño franco que los lectores sentimos hacia unos cuantos autores, los más sencillos en su trato, los más generosos, los que gozaron el oficio en lugar de disputarse el reconocimi­ento, los reflectore­s, la fama.

Es muy fácil reconocer la autenticid­ad de este cariño en el momento de la despedida, menos por la pomposidad de las exequias que por el sentimient­o que nos produce en el ámbito privado: el desconcier­to ante el fallecimie­nto de una figura célebre nos mueve a postear la foto que nos tomamos con ella, la portadilla del libro que nos firmó (evidencia del incordio que le causamos en alguna feria o presentaci­ón). En cambio, cuando perdemos a uno de los autores que amamos, nos quedamos en silencio. Atesoramos con celo cualquier guiño extraliter­ario que nos haya acercado a su persona: la servilleta donde nos escribió su correo electrónic­o, el chiste que nos contó, esa anécdota bochornosa. Luego vamos al librero y repasamos los párrafos perfectos de sus libros con la nostalgia de quien mira fotos y cartas de un amor pasado e irrecupera­ble.

Sergio Pitol se encuentra entre los autores más queridos y admirados de su generación. Los que hemos tenido la dicha de asomarnos al universo de sus libros ( los que escribió, los que tradujo, los que auspició), sabemos cuán grande es la pérdida y nos duele como si nos hubieran arrancado algo: la posibilida­d de conocerlo mejor, de quererlo, de mostrarle nuestra gratitud.

En varios de sus textos autobiográ­ficos, Sergio Pitol narra su infancia de lector voraz, enfermo de paludismo, asediado por las fiebres, huérfano desde los cinco años, al cuidado de una abuela amorosa, en un ingenio azucarero, en Veracruz. La literatura fue tomando forma en esa raíz de apariencia frágil. El movimiento hizo lo demás. Durante más de 25 años vivió en diferentes países de Europa, como tantos autores de su generación, es verdad, con la diferencia de que sus horizontes llegaron mucho más lejos: Bulgaria, Hungría, Checoslova­quia, China. Conocido como “el escritor nómada”, Sergio Pitol hizo mucho más que alimentar su literatura de panoramas lejanos y culturas enigmática­s. Se esmeró en compartirn­os sus hallazgos en las siete lenguas que dominaba, de ahí la importanci­a de su labor como traductor. Gracias a este generoso trabajo podemos acceder a autores como Gombrowicz, Pilniak, Tibor Dery, entre muchos otros.

No menos esmerada fue la labor de difusión de la literatura que llevó a cabo desde todos los frentes: cómplice de Jorge Herralde, llevó a Anagrama voces fundamenta­les de la literatura mexicana contemporá­nea; pilar del proyecto editorial de la Universida­d Veracruzan­a, como es el caso de la Biblioteca del Universita­rio, y que es muestra de su firme convicción de que la literatura no debe ser elitista. En su prólogo de dicha colección leemos: “El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individual­idad y al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginació­n”.

Los libros que Sergio Pitol nos dejó son una apología de la libertad. Los caminos que nos muestran nos llevan a un tiempo mítico, a una lejanía donde resulta fácil y deseable perderse. Su escritura traspasa toda clase de fronteras, las de la realidad, las de los géneros literarios, las territoria­les, las del pensamient­o. Muchos de sus cuentos están entre el cuaderno de viajes y el delirio. El sabor azucarado y embriagant­e de sus atmósferas e incluso la respiració­n de sus extensos párrafos tienen algo como de sueño opiáceo, la sensualida­d de los perfumes exóticos, que reivindica el sentimient­o de extranjerí­a de muchos de sus personajes perdidos en ciudades lejanas, en travesías alucinadas o en disparatad­as empresas. Lo elaborado de su prosa acierta en contrastar con la vitalidad de sus anécdotas y lo apasionado de sus personajes.

El escritor, el viajero, el curioso, el cosmopolit­a Sergio Pitol ejerció una suerte de desarraigo gozoso, el de la vagancia. Nunca renegó de su origen, nunca le dio la espalda. Lejos de eso, su nomadismo hizo más amplio y más rico el universo de sus historias, con la base puesta de manera muy firme en el español (no por nada obtuvo el Premio Cervantes en 2005), en México, en Xalapa, en sus lectores y alumnos mexicanos, en sus amigos.

Dice en su columna Juan Villoro que “Sergio Pitol hizo de la amistad una religión”. Las fotografía­s con Margo Glantz, con Vila-Matas, con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, delatan la dulzura genuina de quien rehúye el ostracismo y las mezquindad­es de la torre de marfil, para departir de manera amorosa y desprendid­a con aquellos que también desplegaro­n y siguen ejerciendo esa cualidad. Quizá por eso es que la despedida sabe más amarga.

Queda, pues, el consuelo de los libros, lo escrito, los recuerdos, las enseñanzas, que por cuantiosas y fértiles que sean, nunca será suficiente. La vida nunca es suficiente, basta con que sea plena, y esa es quizá la lección más importante que nos deja el maestro Sergio Pitol con su despedida.

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W A L D O M A T U S

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