El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor que, a tientas se esfuerza por mostrar un aspecto desconocido de la existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que persigue, y solo las formas que responden a las exigencias de su sueño forman parte de su obra
Gil acusaba cansancio cuando cerró la puerta de la semana. Caminó sobre la duela de cedro blanco y tocó con el dedo índice el lomo de un libro:
El arte de la novela, de Milan Kundera, publicado por Vuelta en 1988, hace la friolera de 30 años. Gamés se asomó al interior y encontró en él subrayados. Gilga arroja unos cuantos párrafos de ese libro a esta página del directorio. El escritor tiene ideas originales y una voz inimitable. Puede servirse de cualquier forma (incluida la novela) y todo lo que escriba, al estar marcado por su pensamiento, transmitido por su voz, forma parte de su obra. Rousseau, Goethe, Chateaubriand, Gide, Malraux, Camus, Motherland. El novelista no hace demasiado caso a sus ideas. Es un descubridor que, a tientas se esfuerza por mostrar un aspecto desconocido de la existencia. No está fascinado por su voz, sino por la forma que persigue, y solo las formas que responden a las exigencias de su sueño forman parte de su obra. Fielding, Sterne, Flaubert, Proust, Faulkner, Céline, Calvino. El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: “Las cosas son más complicadas de lo que tu crees”. Ésa es la verdad eterna de la novela que cada vez se deja oír menos en el barullo de las respuestas simples y rápidas que preceden a la pregunta y la excluyen. Joyce puso un micrófono en la cabeza de Bloom. Gracias a este fantástico espionaje que es el monólogo interior hemos averiguado mucho de lo que somos. Pero yo no sabría servirme de ese micrófono. Al escribir La insoportable levedad del ser me di cuenta de que el código de tal o cual personaje se compone de algunas palabras clave. Para Teresa: el cuerpo, el alma, el vértigo, la debilidad, el idilio, el Paraíso. Para Tomás: la levedad, el peso. Crear a un personaje “vivo” significa: ir hasta el fondo de sus problemas existenciales. Lo cual significa: ir hasta el fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las que está hecho. Nada más. Existe una diferencia fundamental entre la manera de pensar de un filósofo y la de un novelista. Se habla con frecuencia de la filosofía de Chejov, de Kafka, de Musil, etcétera. Pero, ¡trate de extraer una filosofía coherente de sus escritos! Incluso cuando expresan sus ideas directamente, en sus cuadernos íntimos, éstas son más ejercicios de reflexión, juego de paradojas, improvisaciones, que afirmación de un pensamiento. Hasta los 25 años me sentía mucho más atraído por la música que por la literatura. Lo mejor que hice en aquel entonces fue una composición para cuatro instrumentos: piano, viola, clarinete y batería. Prefiguraba casi caricaturescamente la arquitectura de mis novelas, cuya existen- cia futura, por aquel entonces, ni siquiera sospechaba. Los libros se publican con caracteres cada vez más pequeños. Imagino el fin de la literatura: poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, los caracteres disminuirán hasta hacerse completamente invisibles. Tres posibilidades elementales del novelista: cuenta una historia (Fielding), describe una historia (Flaubert), piensa una historia (Musil). La descripción novelesca del siglo XIX estaba en armonía con el espíritu (positivista, científico) de la época. Me gusta de vez en cuando intervenir directamente, como autor, como yo mismo. En este caso, todo depende del tono. Desde la primera palabra mi reflexión tiene un tono lúdico, irónico, provocador, experimental o interrogativo. ¡Maldito sea el escritor que primero permitió a un periodista que reprodujera libremente sus comentarios! Dio inicio al proceso que no podrá sino conducir a la desaparición del escritor: el que lo hace responsable de cada una de sus palabras. Componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios emocionales y en esto estriba, a mi juicio, el arte más sutil de un novelista. El novelista no es ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia. Si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿a Dios?, ¿a la patria?, ¿al pueblo?, ¿al individuo? Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes.
La lectora, el lector y le lectere lo saben: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el camarero con la bandeja que sostiene el Glenfiddich15, Gamés pondrá a circular en la mesa las frases de Helvetius por el mantel tan blanco: La historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos.