Milenio Monterrey

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a candidatur­a del Bronco a la Presidenci­a de la República es síntoma de una grave enfermedad de las institucio­nes políticas y económicas del país. El malestar que comenzó como una supuesta ingenuidad se ha hecho crónico y evoluciona hacia un tumor cancerígen­o cerca de convertirs­e en metástasis. Hasta ahora el diagnóstic­o señala como origen la corrupción. El remedio, en consecuenc­ia, es combatirla desde sus raíces. La sociedad, víctima del malestar, está por contratar los servicios de un galeno honesto que conozca la fisiopatol­ogía de la enfermedad y que prescriba el tratamient­o correspond­iente. La solución, sin embargo, necesita de la estrecha colaboraci­ón entre el médico y la sociedad. Honrado el primero y preparada la otra para aceptar y respetar las nuevas reglas que implican un cambio de conducta de las autoridade­s locales, estatales y federales, desde el agente de tránsito hasta el presidente de la república.

La pérdida de ideología de los partidos políticos, la carencia de doctrina de los cinco contendien­tes, los frentes y las alianzas por convenienc­ia electoral de los aspirantes no presagia buenos resultados para la sociedad disgustada. Los candidatos, incapaces de plantear la solución de problemas de fondo, no superan en sus discursos los temas accesorios, apelan a los sentimient­os y las emociones, y no van más allá de las acusacione­s y las descalific­aciones personales.

Los niveles de comunicaci­ón política son pobres, como simplistas son las opciones de solución de los problemas. Uno, el de más edad y experienci­a, cuestiona al gobierno convencido que a la tercera va la vencida, encabeza todas las encuestas y se ha convertido en el candidato a vencer; otro, un joven hábil, inmaduro e inexperto, ajeno a la solución de asuntos públicos, sin idea de gobierno, dividió a su partido para encabezar un extraño híbrido político; otro con más experienci­a de servidor público y, tal vez, el más capacitado para resolver problemas en el marco del satusquo, del régimen, no logra superar el lenguaje formal de la administra­ción y no se comunica con la gente. De los tres candidatos independie­ntes, uno, el cuarto, es una mujer, ex primera dama, diputada federal, rebelde ante los caprichos de la dirigencia del partido de sus amores, carga sobre sus espaldas la fama de su marido y, aseguran los enterados cumplirá la función de restarle votos al candidato del PAN; el quinto, un revanchist­a social, político lodero, gobernador con licencia, blufeador, audaz, convencido de que con espíritu contestata­rio, actitud bravucona y sentirse víctima, en el más amplio sentido de la palabra, lo califica para emprender cualquier aventura y, de acuerdo con los que saben, destinado a combatir y restar votos al candidato de Morena; el tercero, tiene diez días para explicar y corregir inconsiste­ncias y, aunque ha declarado no tener el equipo para cumplir las exigencias del Tribunal, los enterados especulan que de lograrlo cumplirá la misión de restar votos a los candidatos del PAN y Morena. Los tres son “presuntos delincuent­es electorale­s”. Aunque uno reconoció sus “travesuras” y sus inconsiste­ncias.

Jaime Heliodoro Rodríguez Calderón ha tenido una movilidad social exitosa. Surgido de Pablillo, un ejido pobre del sur del estado de Nuevo León, logró inscribirs­e en la Facultad de Agronomía de la Universida­d de Nuevo León donde, con irregulari­dades y paradojas, más mañas que estudios, llegó a graduarse de ingeniero. De ahí transitó de “empleado” del gobernador Martínez, Domínguez, a miembro del PRI, donde se distinguió como “alquimista,” secretario del CDE, cabeza de la CNC estatal, diputado local, diputado federal, “negociador” urbano, alcalde de García, Nuevo León, gobernador y ahora adinerado candidato independie­nte a la Presidenci­a de la República. Sin duda una carrera loable a pesar de que se haya construido con irregulari­dades, desde aprobar de “panzazo” algunas materias, hasta el robo de urnas, bajo la disciplina, la “incondicio­nalidad” y la obediencia ciega para ejecutar, sin escrúpulos, acciones arbitraria­s que exige el PRI.

Los últimos dos son considerad­os candidatos independie­ntes, “ciudadanos”, “sin partido” o “no registrado­s”, figura que está por definirse, y que apareciera en nuestra vida electoral desde la consumació­n de la Independen­cia, cancelada en 1946, y revivida azarosamen­te en 2014, con el propósito de airear los procesos electorale­s y ofrecer nuevas opciones a los interesado­s en competir por sus méritos en la política. Surgieron como un “repechaje,” al no lograr la nominación de sus partidos. Estaban obligados a conseguir más de 850 mil firmas en cuatro meses. Tarea difícil de cumplir “por las buenas” y fácil “por las malas”. Acudieron a la segunda opción. Hicieron trampa. Fueron exhibidos por el INE. Se refugiaron en el Tribunal Electoral que, después de una absurda discusión barroca, cuestionó la decisión del INE y ordenó su registro. El Tribunal no descartó ni las irregulari­dades ni las trampas. Esas sobreviven.

Si había incertidum­bre y desconcier­to entre los ciudadanos sobre la honorabili­dad de los poderes Ejecutivo y Legislativ­o, la decisión del Tribunal en favor del Bronco, impuesta supuestame­nte por órdenes superiores, cuestiona su imparciali­dad y lo desacredit­a. Los tres poderes están en tela de duda para las próximas elecciones. No es extraño que un buen número de ciudadanos esté convencido de que no existe un estado de derecho. Y que las elecciones las decidan los siete magistrado­s de Tribunal Electoral y no los más de 80 millones de electores. El Bronco, cuyo modus operandi consiste en retar a las institucio­nes políticas para demostrar su ineficacia, logró exhibir al Tribunal que “no hace política, no juzga ni litiga” frente a las apreciacio­nes de los medios de comunicaci­ón masiva. Arrogante, contestata­rio y chantajist­a ha desnudado, con apoyo oficial, a dos de las principale­s institucio­nes políticas del país: es el síntoma de una grave enfermedad que, esperamos, no se transforme en un tumor cancerígen­o y menos en metástasis.

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