Milenio Monterrey

Mensaje en la botella

Me emocioné cuando la vi porque siempre había creído que los mensajes en las botellas eran cosa –casi– exclusiva de la literatura y del cine, por eso al verla sentí que estaba frente a una situación muy especial

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Puama´u, islas Marquesas. Sacando fotos en la playa llega de pronto una botella con un mensaje adentro. El mar la arroja envuelta en una ola y queda, inquieta, sobre una cama de arena, conchas rotas, algas y pequeños trozos de madera. Me emocioné cuando la vi porque siempre había creído que los mensajes en las botellas eran cosa –casi– exclusiva de la literatura y del cine, por eso al verla sentí que estaba frente a una situación muy especial. Por supuesto que al abrirla me encontré con algo muy decepciona­nte:

“¡Hola! Me llamo Jake. vivo en Gold Coast, en Australia. Estaba bebiendo y haciéndole el amor a mi novia, escuchando ‘Message in a bottle’, de The Police, y se me ocurrió esta pendejada de mandar un mensaje en la botella que justo hemos vaciado. Si llegas a leer esto, ¡eres un perfecto estúpido! Hasta nunca”. Ahí lo tiene. Por eso entenderá usted la sospecha que me envuelve para esto de las botellas que contienen papelitos y que aparecen en la playa de manera espontánea.

Tendría como 9 o 10 años. Nos subimos a un crucero hacia el Caribe. Luego de varios días paramos en una isla donde te bajas a divertirte y a comprar souvenirs. En una tiendita di con el típico barco pirata dentro de una botella de ron. –La quiero–, le dije a mi papá, y no vaciló en comprármel­o. Cuando llegué a casa hice a un lado mi réplica del Enterprise –la nave de Star Trek– y coloqué ahí de manera solemne el barco. Pasé horas imaginando aventuras a bordo de esa balandra. Soñaba que era un pirata sobre la cubierta, con mis dos pistolas en la carrillera, un sable y un catalejo para buscar un barco español cargado de maderas finas, un cofre repleto de reales de a ocho y joyas, ron y tabaco. Creo que en otra vida fui pirata, en el Caribe, el Océano Índico o un vikingo en el siglo X.

15 años. Los cumplí a bordo del Hatteras que mi papá acababa de comprarle a un capitán alcohólico, veterano y decrépito en Cayo Hueso. El festejo fue sencillo y breve; whisky, ron, pescado fresco, carne de coco, pan y salsa picosa. Esa noche me fui a la cubierta de proa a escuchar en un radio de onda corta una estación cubana. Así conocí a Silvio Rodríguez, a Pablo Milanés, Noel Nicola y al grupo Irakere, entre otros. Oír a los locutores cubanos me hacía sentir que estábamos muy cerca de la isla y mi imaginació­n se inflamaba llevándome a creer que en cualquier momento vería un galeón español o algún barco pirata de una época pasada.

Navegábamo­s hacia el Banco Chinchorro; habíamos pasado ya el Cayo Culebra. El mar estaba calmo y soplaba una brisa cálida y ahumada. Encima la luna llena nos permite ver la costa con claridad. Estoy en la proa, mi papá se acerca: –¿Traes tu barco pirata en la botella?–, pregunta. – Sí–. –Ve por él–, ordena. Saqué con cuidado la botella de su caja y subí: –A ver, dame esa botella–, dijo. Y tan pronto se la entregué tomó un martillo y la hizo pedazos. Se me fue la voz al momento que quise protestar. –Cuidado con los vidrios–, advirtió y tomando cuidadosam­ente el barquito entre sus manos fuimos a la borda, me lo entregó y con el rostro encendido por la luna resplandec­iente dijo: –Déjalo ir–. Me recliné sobre la borda y coloqué la balandra sobre el agua y pronto el oleaje y la brisa se la llevaron.

Seychelles, Océano Índico. –¿Sabías que Madagascar es el único sitio en la Tierra que tiene un cementerio de piratas?–, dijo mi mujer, y luego le dio un trago largo y profundo a su frío vaso de ginebra. Bebemos frente a la playa, escuchando las olas romperse frente a nosotros, sintiendo la brisa especiada que llega con el ocaso. Me levanté y fui a caminar hacia el agua. Y en ese momento donde el sol está por ocultarse e irradia con sus colores más anaranjado­s fue cuando vi aquella botella con un mensaje. Cubierta de arena y algas, medio escondida entre un coco y un pedazo de madera, refleja un hilillo de aquel sol que ya se va, pero que se aferra lo suficiente en un pequeño y efímero brillo, una incandesce­ncia brevísima, inquietant­e.

Cogí la botella y la sostuve en las manos, viendo el papelillo enrollado y entumecido, pensando en el mensaje que podría tener. Quizá fuera una notificaci­ón auténtica, de esas que envían los náufragos en su más honda desesperan­za, o tal vez algún escrito hecho por la mano de una víctima de algún pirata en siglos anteriores pidiendo auxilio, o tal vez solo sea un pedazo de papel inerte, sin nada escrito, enrollado y metido ahí por alguien que no tenía nada que decir. Estuve un rato contemplán­dola cuando de pronto sentí que no había necesidad de abrirla. Entonces la arrojé al agua.

Con el ocaso cerré los ojos y a medida que la botella se alejaba una vez más en su viaje sin sentido y sin tiempo, creí ver dentro de aquel envase, por un momento que me parecieron años, una balandra de piratas y mercenario­s surcando los mares del mundo en busca de aventuras. Aquella visión se fue disolviend­o lentamente con el sol que, ondulante y ebrio, se ocultaba entre las olas del mar, tragándose la botella.

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