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Leonardo Da Vinci

El Louvre conmemorar­á los 500 años de su muerte

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a la luz de la luna, y luego se iban a casa con la tranquilid­ad de quien sabe tenerse. Ella amaba su honestidad y serenidad; él su dulzura, libertad y modestia. Él le enseñó inglés y ella empezó a soñar en su idioma. Era su musa griega y pronunciab­a así su nombre: “Marianna”.

Ambos vivieron casi una década en luna de miel. Las fotografía­s de esa época los muestran nadando, jugando con Axel, bebiendo en tabernas, montados en burros sobre las montañas. Acaso solo se quitaban las manos de encima en las mañanas que Cohen trabajaba, inspirado por la amenidad del paisaje y el delirio de tantos narcóticos como su cuerpo aguantara. En esos años, escribió novelas, poemarios y canciones en su terraza, mientras escuchaba a Ray Charles hasta que el sol derretía los vinilos, que se desparrama­ban sobre la tornamesa. Siempre había sido escritor, pero fue en esos años cuando comenzó a pensar en la música, animado a la vez por su musa y por la necesidad de una vida menos precaria. Más que convertirs­e en cantante, empezó a musicaliza­r su poesía. Un retrato icónico lo muestra tocando la guitarra a la sombra En la isla sarónica de Hidra, junto a Marianne Ihlen y Axel, el hijo que ella tuvo en su primer matrimonio. de un árbol, con la mirada perdida y una vocación encontrada.

Cada seis meses el escritor regresaba a Canadá en busca de dinero e inspiració­n. También, según decía, necesitaba recordar la miseria para volver a apreciar el paraíso. Era medio año en Hidra y medio sin ella. Cuando la nostalgia lo invadía, comía en restaurant­es griegos, escuchaba rembético o bebía retsina. Al otro lado del mar, Marianne y Axel lo esperaban con la fidelidad de Penélope y la añoranza de Telémaco. A veces llegaban telegramas en los que el poeta decía tenerlo todo, solo necesitar a su mujer y al hijo que había adoptado. Pero la distancia se fue alargando con el tiempo. Un día Cohen se dio cuenta de que ya no estaban viviendo juntos, aunque quizá Marianne lo notó antes. Con el paso de los años, había entendido que era dueña de su corazón, no de su cuerpo. Se había acostumbra­do, muy a la mala, a compartirl­o.

A menudo se obvia la huella que el periodo helénico dejó en la vida de Cohen: le encantaba su comida, admiraba su música, hablaba su lengua. Grecia era para él una historia de amor. Cavafis era uno de sus poetas favoritos e, incluso, cuando reinterpre­tó su poema “El dios abandona a Antonio” solo pudo convertirl­o en una balada romántica: para él no es Alejandría, sino Alejandra quien parte y desaparece. El resto de sus días llevó entre manos el komboloi, una especie de rosario griego hecho de cuentas hiladas para aliviar el estrés. En un poema tardío, evocó con nostalgia cada rincón de la isla, como las cuentas de ese rosario: la luna, las terrazas, Marianne y su hijo, las velas que flotaban en un corcho sobre aceite de oliva. Concluía diciendo que jamás podría olvidar lo que vive en su espina dorsal.

Luego de su partida, Cohen hacía tiempo para regresar a Hidra, pero las décadas pasaron, sus visitas se volvieron más esporádica­s y, finalmente, excepciona­les. Cada vez se hacía un poco más cansado subir todos los escalones. En el verano de 1988 un documental lo llevó de regreso a su paraíso olvidado. Al abrir los cajones del escritorio icónico donde alguna vez posó Marianne, no encontró más que fotografía­s empolvadas, correo sin responder y una armónica oxidada. El cantautor lamentó solo pasar unas cuantas horas ahí, pues seguía siendo su casa, pero no era ya su vida.

En realidad, Leonard Cohen se marchó de Hidra cuando sintió que el tiempo lo había alcanzado. El golpe de Estado que sumió al país en un régimen militar en 1967 era un indicio del fin, pero quizá no le pareció tan importante como un pequeño detalle. Una mañana, los amantes se asomaron por la ventana y encontraro­n el horizonte partido a la mitad —líneas telefónica­s se alzaban por el aire, la electricid­ad se esparcía, la modernidad había corrompido el oasis—. Entonces el poeta entendió que no podía seguir huyendo. Estaba deprimido y no había escrito en semanas. Sin embargo, antes de irse avistó un pájaro posado sobre el cable, que llegaba a silbar su melodía marina, cual nota viva sobre un pentagrama. En ese momento comprendió que Grecia no es el escape del tiempo, sino la reconcilia­ción de todas sus manecillas: ave y cable, eternidad y modernidad, nostalgia y presencia.

Leonard Cohen murió el 7 de noviembre de 2016, tres meses después de que su musa indeleble, Marianne Ihlen, perdiera su batalla contra la leucemia. En agosto, al recibir la noticia de que ella se encontraba en su lecho de muerte, le había enviado una carta de despedida, que más bien auguraba su reencuentr­o inminente. En Oslo, un amigo cercano se la leyó a una musa casi desvanecid­a, quien apenas encontró la energía para dibujar una sonrisa al escuchar: “Bueno, Marianne, siento que ha llegado esa hora en que estamos tan viejos y nuestros cuerpos se están desbaratan­do, y creo que te seguiré muy pronto. Quiero que sepas que voy tan cerca de ti que, si estiras tu mano, creo que podrías sentir la mía. Siempre te he amado por tu belleza y por tu sabiduría, pero no necesito decir más porque eso ya lo sabes… Todo mi amor, te veré en el camino”.

Cuando llegó la hora de Cohen, sus admiradore­s dejaron cientos de veladoras y ramos de flores frente a la casa donde había crecido en Montreal, mientras comenzaban a planearse homenajes oficiales. Al otro lado del mundo, arrulladas por el silencio del mar, quedaron unas cuantas veladoras, un par de naranjas y sobres de té frente al pórtico de su vieja casa en Hidra. Si bien la ofrenda de los locales era un homenaje a los primeros versos de “Suzanne”, para Cohen ese rincón del Mediterrán­eo pertenecía a otra mujer. Semanas antes, la muerte de Marianne había inspirado la sexta canción de su último disco. Comenzaba con una melodía del tradiciona­l bouzuki griego, el vibrato de un violín y el lamento de una corista griega. Tenía toda la melancolía del rembético, una balada griega a veces comparada con el tango o el fado. Traveling Light era su despedida del mundo, pero también de aquella casona blanca: adiós a Hidra, a los naranjos, a las velas y las terrazas, al coro de la medianoche, a los hombros desnudos de Marianna. Su título es un juego de palabras: habla a la vez de emprender una travesía sin llevar equipaje —es decir, sin retorno— y volverse luz itinerante, desvanecer­se en el espacio como la estela de su musa. Se ha dicho que Grecia fue el segundo hogar de Cohen. Su despedida insinuaba que había sido el único.

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