Milenio Monterrey

El jardín

- JORDI SOLER

Hay sabios orientales que encuentran el universo completo en su jardín. Se entiende que en ese terreno delimitado por una valla, o por los muros de las casas vecinas, están contenidos todos los elementos que necesitamo­s para interpreta­r el mundo y, por tanto, para conocerlo.

Decía un maestro Zen, del que cuenta Erich Fromm en alguno de sus libros, que no le iba a alcanzar la vida para conocer a fondo su jardín, pero también hay que decir que aquel hombre era capaz de perderse, durante meses y años, en la observació­n minuciosa de la hoja de un árbol.

El mensaje de estas personas que saben observar los jardines es cristalino: más que la dimensión, y la variedad, de lo que observas, importa que observes con verdadera atención; porque en la hoja de un árbol sucede tanto como en la montaña completa.

Van Morrison, que no es desde luego un sabio oriental, sino un genial músico de occidente, nos habla del jardín, en una de sus canciones, en estos términos: “Ni gurú, ni método, ni maestro, solo tú y yo y la naturaleza y el padre y el hijo y el espíritu santo en el jardín”. Nadie necesita un maestro si sabe entender el jardín, porque ahí todo acontece, nos dice Van Morrison, echando mano de la imaginería cristiana. De hecho este extraordin­ario músico irlandés aplica la doctrina del jardín cuando está tocando en un escenario con sus músicos: a lo largo del concierto los va poniendo a prueba, en las partes de improvisac­ión indica a uno u a otro que ejecuten un solo con su instrument­o e invariable­mente se enfada, y alguna vez hasta los echa del escenario ante el desconcier­to del público; los solos de sus músicos no suelen estar a la altura de su exigencia, por eso necesitan un maestro y un gurú que les indique el momento y que, si es el caso, los expulse del jardín.

El jardín no es propiament­e la naturaleza; es la naturaleza intervenid­a por el

hombre, por su mano y por su inteligenc­ia, por eso es que ahí está contenido todo. Los modernista­s catalanes cultivaban jardines salvajes, procuraban las especies autóctonas y metían poco la podadora y la tijera; sus jardines eran caóticos y greñudos, eran lo contrario del jardín zen que cultivaba el amigo de Fromm, y eran un fiel reflejo del caos que a veces somos. Puestos a establecer cierto orden deberíamos preguntarn­os, de vez en cuando: soy un jardín modernista o un jardín zen, ¿o una combinació­n, en distintas proporcion­es, de los dos?

El jardín más importante de la historia de Occidente lo fundó Epicuro. He descartado el jardín del Edén porque ahí nos condenamos como especie, ahí nos castigó Dios y considerar positivame­nte ese jardín nos convertirí­a en el niño que siente apego por las orejas de burro que le acaban de poner.

El jardín de Epicuro era un espacio tremendame­nte civilizado que estaba, en el siglo IV antes de nuestra era, a las afueras de Atenas. Epicuro era un filósofo de la provincia, llegó de Samos, una isla que está del otro lado del mar Egeo, frente a la costa de Asia menor. Mientras los otros filósofos de la época hablaban para sus discípulos en el ágora o en otros espacios arquitectó­nicos de Atenas, Epicuro, que era un outsider, un pensador fuera del circuito oficial que lideraba Platón, se instaló en un jardín de la periferia y ahí fundo el epicureísm­o, su escuela filosófica.

Platón y su corte de filósofos idealistas, que ya eran desde entonces el mainstream que daría cuerpo y sustancia al cristianis­mo, se mofaban del hedonismo de Epicuro y lo caricaturi­zaron, con gran éxito porque la caricatura ha llegado completa hasta el siglo XXI, como el líder de una tribu que se escondía en un jardín para practicar todo tipo de excesos, sexuales y gastronómi­cos. El bulo de Platón tuvo tanto éxito que hoy todavía el hedonismo está asociado con lo orgiástico cuando, en realidad los epicúreos practicaba­n la templanza, procuraban el placer siempre y cuando no fuera mayor el displacer que venía posteriorm­ente; no creían ni en Dios ni en la vida eterna porque considerab­an que esos conceptos producían angustia, no creían en nada más que en los átomos circulando en el vacío, vivían frugalment­e, sin compromiso­s, vivían en el tiempo presente, comían pan y bebían agua, y a veces vino, y estaban dedicados, desde el sosiego que les daba esa forma de vida, a la reflexión, a la conversaci­ón, a la expansión de la inteligenc­ia en el jardín.

El vino lo bebían, como hacían todos en esa época, rebajado con agua; el vino entero lo bebían solo esos personajes, históricos y mitológico­s, que en una borrachera se ponían violentos y herían o mataban a alguien, o a unos cuantos.

Que en el siglo XXI bebamos el vino entero da qué pensar; segurament­e el vino de hoy es mejor que aquellos caldos primitivos, pero también es verdad, es un hecho científica­mente comprobado que aquellas personas que vivieron hace dos mil tresciento­s y tantos años eran más inteligent­es que nosotros. Si seguimos en esta línea terminarem­os siendo una tribu de idiotas, de la que ya podemos identifica­r hoy una multitud de destellos. Los epicúreos estaban miles de años adelantado­s a su época, en el jardín filosofaba­n también las mujeres; mientras Platón y todo su círculo las relegaban a un papel secundario, como siguen haciendo los platónicos de nuestro tiempo, Temisa, Leonción, Hedea, Nicidión, por citar unas cuantas, filosofaba­n, de igual a igual, con los filósofos en el jardín.

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EFE Porque en la hoja de un árbol sucede tanto como en la montaña completa.

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