Milenio Monterrey

Quietismo

- AVELINA LÉSPER

El dogma del progreso es adicto al cambio, a una transforma­ción vacía, es la reacción ambiciosa que busca dominar un futuro del que sabemos nada. Los “triunfador­es”, “exitosos”, “la gente con ideas” convocan a los aspirantes a tener más, ser más, conseguir la posición económica que la sociedad impone para no ser perdedor. Credos que no alcanzan a ser religiones ni filosofía, son intereses que guían y definen a la realidad contemporá­nea. Frenéticos, serán desechados

por la misma ambición que los ha convocado. En el Barroco surgió el concepto de individuo, los descubrimi­entos científico­s y tecnológic­os detonaron la carrera insaciable de la modernidad, la filosofía se separó de la teología, entonces un grupo de rebeldes se negó a entender el progreso como motivo de su existencia. Decidieron que el silencio y la inacción los acercaba al saber y en el rechazo al mundo estaba la salvación de su espíritu.

Los Quietistas, los silencioso­s, los abandonado­s, los alejados, lo que dijeron no a ese ruido, los que se entregaron a una paz mítica que no pensaba en el destino. San Juan de la Cruz inició con esta disciplina que llevaba su fe más lejos de la comprensió­n religiosa, alcanzando un misticismo verdadero, en la verdad de las palabras y las acciones, sin las dudas que trastocan el camino, que no existe más allá del presente. En el siglo XVII, el movimiento fue ferozmente perseguido por la Santa Inquisició­n, Miguel de Molinos, abjuró de su renuncia, en una pérdida dolorosa y cruel, la acusación era la influencia de los místicos orientales, los yoguis sanyasis y los budistas, que observaban su propio devenir en la pasividad de la entrega, en la relación de su respiració­n con el palpitar del tiempo. Agnus Dei, de Francisco de Zurbarán, es la esencia del Quietismo, el cordero, de una belleza inconmensu­rable, está atado de las patas, reposado sobre una mesa de madera, el fondo negro absoluto enmarca su pureza, su cabeza se ofrece, la mirada en la paz de la rendición. No hay resistenci­a, presintien­do la violencia de su muerte la acepta con docilidad, con una bondad incomprens­ible para los seres humanos que vivimos en la histeria del miedo. El realismo de la obra, la exactitud de la textura del pelo, el volumen del cuerpo, le da vida, es la verdad per se del silencio. La contemplac­ión por encima de los actos morales o religiosos, la impotencia del ser humano consagrada en renuncia, la escucha del diálogo divino ausente de palabras, y ese cordero, vulnerable, indefenso, atado, contempla, escucha, espera y en su innata sabiduría acepta, esa es la belleza de la pintura, y en esa quietud está la más valerosa rebeldía. Los triunfador­es contemporá­neos, los que ambicionan cambiar el mundo, que se despedacen con su ruido, en ese cordero está la sabiduría que la sociedad les tiene proscrita.

El realismo de la obra, la exactitud de la textura del pelo, el volumen del cuerpo, le da vida

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