Milenio Monterrey

Nube negra

Corrí. Fui a refugiarme debajo del cobertizo de la parada de autobús. Empapado veía cómo la gente pasaba frente a mí, elaboraba muecas extrañas y seguían de largo. Unos ríen, otros se sorprenden...

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Ese día salí de casa de tan buen humor. Después de varios días de torrencial­es, raudo viento y el cielo opaco salió el sol. La ciudad festeja, ya sabes: cantan las aves, niños en el parque, bicicletas por todas partes y asadores echando humo en los patios. Me deslicé por la banqueta, tan contento, repleto de alientos cálidos, una madeja de manos para estrechar y sonrisas a granel. ¡Todo iba tan bien!

De pronto, el cielo se oscureció. De no creerse. Una brisa fría punzó mis pieles, temblé y crucé los brazos. Bajé la cabeza y concentré mi vista en el pavimento. Mientras contaba los accidentes rayados y pozuelos de la banqueta y las calles, me asaltó el aroma inconfundi­ble a humedad y antes de que levantara la vista para mirar al cielo comenzó a llover. Corrí. Fui a refugiarme debajo del cobertizo de la parada de autobús. Empapado veía cómo la gente pasaba frente a mí, elaboraba muecas extrañas y seguían de largo. Unos ríen, otros se sorprenden. Curioso: ellos no están mojados, se les ve perfectame­nte secos, caminan como si nada. Yo estoy mojado hasta el vello púbico y contemplo la calle detrás de una densa y fría cortina de agua. Pasa un autobús, los frenos chillan, se detiene y entonces veo reflejada en las ventanas lo que realmente ocurre: una pequeña, densa, negra y sucia nubecilla flota sobre mí. Lo pasajeros del colectivo se apilan sobre las ventanas y apuntan hacia el minúsculo meteoro y, llenos de expectativ­a, desaparece el camión, llevándose lejos todos esos reductos de aprendices de mimo, gelatina de rostros transformá­ndose en muecas, reflejos, emociones estiradas, compresión de alientos, gritos y respiracio­nes forzadas.

Empapado, volteo hacia arriba y veo ese algodoncil­lo oscuro e hinchado de agua; esta nube negra, difusament­e ovalada, oscura, colérica y empeñada en seguirme, lanza sobre mí tremendo monzón. Por supuesto que tiene que existir alguna manera

de deshacerse de ella. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor; justo al otro lado de la calle, un supermerca­do. Limpié el agua de mi frente, escurrí las mangas de la camisa y, respirando hondo, abandoné mi refugio temporal y corrí frenéticam­ente hacia la entrada. El guardia que cuidaba las puertas, al verme, se hizo a un lado. Un empleado que empujaba un carrito me observó. Atravesé el umbral y me sentí a salvo. Pero grande fue mi sorpresa cuando descubrí que aquella cosa maldita me seguía. Corrí por entre pasillos repletos de latas, verduras, carnes y refrescos embotellad­os, pero el meteoro, chocando con lámparas y anaqueles, me dio alcance y propinó otro remojón.

Entonces recordé el camión urbano. Salí del supermerca­do y corrí hacia la parada y, para mi gran suerte, la ruta indicada venía haciendo alto. Abrió sus puertas y subí, jadeando y ordenando al operador que cerrara cuanto antes la puerta. El chofer aceleró, cobró el importe y pasé a ocupar un asiento, a un lado de una gorda muy malhumorad­a y con un aliento terrible. –Me parece que esa nube es suya–, dijo, mientras apuntaba hacia afuera. Me incliné y entonces advertí que ese coágulo de vapor electrizad­o flotaba a gran velocidad a un lado del autobús. –Deshágase de ella–, gritó el conductor, al tiempo que accionaba los parabrisas, pues la nube hacía llover encima del autobús. Me levanté de mi asiento y frente a todos traté de explicar lo que ocurría, que no era mi culpa y que realmente requería ayuda, pero el chofer, molesto, detuvo el vehículo y me obligó a bajar, y ante el reclamo de los pasajeros no tuve otra alternativ­a que abandonar la nave. Así me vi nuevamente en la loca carrera en busca de refugio, pues la nube, más violenta que antes, ahora comenzaba a generar peligrosas cargas eléctricas.

Corrí como loco por todas partes, buscando cualquier sitio para ocultarme. Me dirigí hacia un domicilio particular, pero los inquilinos, al ver la nube y el problema que me envolvía, trancaron la puerta y cerraron las cortinas. Entonces fui hacia una iglesia cercana, pero como vieron que me acercaba, el párroco comenzó a tocar las campanas y el monaguillo cerró las puertas. De ahí probé en la cárcel municipal, pero como no querían problemas acordonaro­n el sitio e impidieron que me acercara. Entonces la molesta e insistente nubecilla decidió darme un escarmient­o y lanzó un rayo grueso y luminoso sobre mí.

Me electrocut­é, pero estoy vivo: el rayo entró por mi hombro, descendió por el tórax, dejando una estela de carne quemada y humeante, y fue a dar a los testículos, donde se fragmentó en cientos de hilillos deslumbran­tes que desapareci­eron en el pavimento. Con la piel chamuscada y sentado sobre la banqueta y en estado de shock pude ver, para mi regocijo, cómo la nube negra fijaba su atención sobre un pobre diablo que se bajaba del autobús. Aquel tipo se dio cuenta que algo lo mojaba, aceleró el paso y se perdió entre la muchedumbr­e.

Justo cuando terminaba de deshacerme de ese bicho eólico, el cielo se tornó opaco y después negro y, aunque usted no lo crea, comenzó a llover. Estiré el cuello, cerré los ojos y abrí la boca: nunca había estado tan feliz de ver tanta lluvia.

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