“México es un país racista y clasista, y esa tremenda injusticia viene desde la Colonia ”
Crecí en una casa donde se ejercía un racismo feroz y sin cortapisas: quienes, a pesar de tener la piel color lagartija, teníamos el cabello y los ojos oscuros — negros, en mi caso— éramos conmiserados por los parientes rubios y de ojos claros. “Prieto” no era un calificativo, sino un juicio de valor, y uno claramente negativo. Una de las muchas veces que hice enfurecer a mi madre fue cuando pregunté por qué los Cristos de las Iglesias tenían esos lánguidos ojos verdes, y las estatuas de las Marías eran siempre rubias y frágiles, siendo que no pudiendo ser más diferentes de los habitantes promedio del Medio Oriente que veíamos en las noticias o en los documentales en la televisión.
La furiosa discusión desatada alrededor del uso del término pigmentocracia es indicativa del escozor que el tema causa más allá de las paredes de mi casa: si bien en México nadie pensaría en agarrar una metralleta e ir a matar gente cuyos ancestros no provengan del Cáucaso —decir prietos o morenos, a estas alturas, es retar a las personas con capacidades humorísticas diferentes—, como hacen los orates del lado norte del Bravo, no deja de existir, en México, un marcado racismo. Algunos dirán que no, que no es racismo sino clasismo, queriéndole dar una pátina más moderna al acto discriminatorio; la realidad es que en el país la acumulación de riqueza es inversamente proporcional a la de melanina, y el que estos factores estén relacionados es parte central del problema.
Nunca falta la proverbial gente blanca que pretende descartarse del horror reclamando tener “amigos prietos”, como esos conservadores que presumen tener “amigos gays”. Pero el engrudo rebasa los bien conocidos clichés, y este asunto no se resuelve en la individualidad de cada buena conciencia: los privilegios totalmente inmerecidos de los que goza la gente de tez clara y rasgos europeos sobre los más oscuros y de rasgos indígenas son indiscutibles, junto al resentimiento que eso conlleva por parte del respetable resto. Si esto no fuera cierto, los cientos de anuncios clasificados que especifican como requisito de contratación “tez aperlada” dejarían cómodamente del lado el eufemismo sin miedo a que los lincharan.
La dificultad aquí es que el término pigmentocracia, concepto útil y genuino en las ciencias sociales —tal como lo son colonización, división de labores o acumulación de capital—, fue lanzado al ruedo como acicate de ese rencor vivo que es la T4, y no como parte de una discusión mayor. El enredo, por supuesto, rebasa al ámbito nacional: el mundo occidental, eurocéntrico, tiene como modelo superior al hombre blanco, rubio y de ojos claros, y la industria cosmética destinada a simular lo que natura no da, simplemente limitándonos a las muy tóxicas cremas aclaradoras de piel, rebasa ya los 5 mil millones de dólares.
Sí, México es un país racista y clasista, y esa tremenda injusticia viene desde la colonia. Pero el sustituir un tono de piel por otro en el gustado arte de la demonización o del desprecio nacional no nos sacará del abismo en el que estamos.
La acumulación de riqueza es inversamente proporcional a la de melanina