Milenio Monterrey

Estado premia a medallista­s

Hace trece años que vivo en Guadalajar­a. Ayer por la tarde recordé algunos episodios que atestigüé en los primeros años, cuando vivía en un departamen­to al sur de la ciudad

- ROGELIO VILLARREAL

Conviven los galardonad­os con atletas paralímpic­os

Hace trece años que vivo en Guadalajar­a. Ayer por la tarde recordé algunos episodios que atestigüé en los primeros años, cuando vivía en un departamen­to al sur de la ciudad.

Primero. Hay una rosa roja, ya marchita, prendida desde hace más de un mes a la puerta de la que fue mi vecina, a la que nunca vi. La rosa, a punto de perder sus pétalos, tiene una nota. Me cuenta Gonzalo, el intendente del edificio, que en ese departamen­to vivía una muchacha sinaloense que estudiaba en una universida­d local desde hacía unos meses. La estudiante tenía novio y un mal día, o noche, resultó embarazada. Cuando el padre se enteró, su disgusto fue tal que vino por ella y se la llevó. Una vez un par de mujeres vino a asear el departamen­to, y desde entonces está solo. Una tarde, antes de abrir mi puerta, me acerqué, no sin cierto pudor, a leer la nota, anónima, sin el nombre de la amada ausente: “Feliz día de las madres”, decía una letra temblorosa.

Segundo. Eddie —así lo llamaré— fue homosexual y vivió una vida de vicio, alcohol y sexo desenfrena­do, me dice. Una vida que dejó atrás desde que se convirtió al cristianis­mo. Arrojó al fuego su libreta de teléfonos para apartarse de sus amigos de vicio y de parrandas. Era cantante de rancheras y lo llamaban con frecuencia para amenizar fiestas que duraban días enteros. Fiestas de narcotrafi­cantes. Con ellos viajó por todo el país y también a Las Vegas, a Los Ángeles, a San Antonio y a Laredo para seguir cantando y entregándo­se a orgías sin fin. Ganaba mucho

dinero y lo gastaba en lujosos ajuares para sus presentaci­ones. Uno de sus amigos —su protector, nos confía— le produjo un CD con las canciones que más le gustaban de Javier Solís, Cuco Sánchez, Chelo Silva. Sería famoso, le decían todos, con esa voz y ese porte. Eddie es alto, rubio, bien parecido aún a sus casi sesenta años. Una mañana amaneció asqueado. Lloró desconsola­damente hasta que escuchó la voz de Cristo. A veces guarda silencio, entrecierr­a los ojos. ¿Cómo pudiste salir de ahí?, le pregunto, los narcos no te dejan ir tan fácilmente... Mi protector me quería mucho y permitió que me fuera, contesta. Mi destino era dedicarme a estudiar la palabra de Dios. Mi alma está tranquila, soy feliz.

Tercero. A éste lo llamaré Ricardo. Lleva encima cuarenta años, pero se viste como un veinteañer­o. Quiere escribir libros sobre los antiguos mayas y sus profecías — de hecho me dio a leer los avances de uno de ellos... No, no lo hagas, le digo, es un tema muy trillado, hasta en History Channel pasan programas sobre eso. Sonríe y me dice que soy un cabrón. Se ha casado dos veces y tiene un par de hijos adolescent­es que se visten como él. Mejor escribe de tu vida, es más interesant­e lo que me acabas de narrar, le digo. Me contó esto: Yo vivía en Arboledas, un barrio nuevo al sur de Guadalajar­a, y mis vecinos eran juniors de narcos, pero de narcos pesados, no pendejos. Jugábamos fut en el parque de los Naranjitos y cheleábamo­s juntos. Con el tiempo nos dejamos de ver, unos se fueron, no sé a dónde, yo también me fui, a Vallarta. Cuando regresé a Guadalajar­a me fui a vivir a un cuarto de azotea. Una noche llegó uno de ellos. Habían pasado siete años. Me pidió que le guardara una maleta, que la cuidara con mi vida, él regresaría pronto por ella. Alguien me vigilaría de vez en vez, me advirtió. La escondí bajo la cama y ya no pude dormir. Una noche, muy nervioso, después de asomarme a la ventana para ver si veía a alguien, o algo raro, la saqué y la abrí. Había muchos fajos de billetes de cien dólares. Fueron muchas las noches en que no dormí plácidamen­te, como acostumbra­ba. Después de tres meses mi amigo volvió. Abrió la maleta, sacó veinte billetes y me los dio. Gracias, luego te busco, me dijo. No lo he vuelto a ver desde entonces.

Una tarde, antes de abrir mi puerta, me acerqué, no sin cierto pudor, a leer la nota, anónima, sin el nombre de la amada ausente

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