Milenio Monterrey

Ana María Olabuenaga

“La indignació­n funciona solo si hay un enemigo: ONU, jueces, INE...”

- ANA MARÍA OLABUENAGA @olabuenaga

Estoy profundame­nte indignada! Con esa indignació­n que le cierra a uno la garganta con un nudo de lágrimas verdes, biliosas. ¡Qué rabia! Estoy apretando los puños y los dientes, sin entender por qué la esquina de un molar no se ha partido y por qué las uñas no han traspasado la piel de la palma de la mano. ¡Piensan que no nos damos cuenta! ¡Descarados! ¿Sabe a lo que me refiero, verdad? ¿No? ¿Le gustaría saberlo?

Y ese es precisamen­te el punto. Lo interesant­e que resulta la indignació­n; la capacidad que tenemos de engancharn­os con la indignació­n del otro antes siquiera de saber la causa; es más, sin entender el motivo. Desandar los pasos para escuchar por qué se quejan a gritos esos manifestan­tes que están a punto de tirar la puerta y, en una de esas, ayudarlos a lograrlo. La indignació­n atrae, interesa, entretiene y contagia. Acciones gracias a las cuales por fin le va a quedar más claro por qué, a pesar de que México es ejemplo mundial de un mal manejo de la pandemia, con muchos más muertos de los que se suman cada semana (321 mil, según los que por fin se aceptaron), con una situación económica crítica, sin posibilida­d real de crecimient­o después de la caída de -8.5 por ciento, con menor inversión privada aun de la prevista en el peor escenario, con un fracaso en el manejo de la educación en la pandemia, con más pobres que nunca, más desempleo que nunca, más violencia que nunca… por qué, después de todo esto, la aprobación del Presidente se mantiene y por momentos hasta repunta.

Indignació­n y odio. Pegamentos sociales que convocan. No existe ningún movimiento social sin ellos; son ellos los que logran la cohesión moral: esto está bien y esto está mal. El psicólogo John Averill los entiende como una forma de comunicaci­ón densa, porque cargan más informació­n y la transmiten de manera más rápida que cualquier otra emoción. Piense si no en una mirada furiosa y lo que se siente tan solo al ser mirado por ella.

El Presidente ha sido activista y lo entiende, por ello, al no tener resultados ni números ni pruebas ni vacunas y estar en el quicio de una elección, siempre existe la posibilida­d de apelar a esta emoción. Contagiar a la gente de indignació­n y hacer que repitan indignados sus consignas en las redes y después lo sigan indignados hasta las urnas. Eso fue exactament­e lo que intentó Trump en la elección y después en el Capitolio: indignació­n.

Para lograr que funcione hay que encontrar un enemigo moral: la ONU, la Suprema Corte de Justicia, las mujeres, los abogados, los empresario­s o, mejor aún, el INE. Y entablar una batalla moral donde las armas no son la verdad ni las leyes, ni siquiera la Constituci­ón, el pleito es de emoción y discurso, de subir el tono y agitar las manos, de decir que basta, que no, que ya no es como antes.

No, no es superiorid­ad moral porque después de dos años y medio sin poder dar resultados es difícil mantenerse superior. El antes ya fue hace tanto tiempo atrás que ya no sirve como pretexto, el antes se acabó. Más bien, como dirían los filósofos Tosi y Warmke, se trata de grandilocu­encia moral. La grandilocu­encia es lo ostentoso, lo que no tiene bases reales, es, ante todo, lo teatral. De ahí que, contagiado­s con esta indignació­n tan grande, vale la pena pensar quién realmente gana con odiarnos tanto.

Eso fue lo que intentó Trump en la elección de 2020 y después en el Capitolio

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