Milenio Monterrey

Resonancia

Mi cerebro todavía no alcanza a conjeturar lo vivido y a menos de una semana del procedimie­nto, aún tengo sueños particular­mente extraños. Pero lo que aún me queda es la horrible sensación de la claustrofo­bia...

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a clínica tiene un aroma peculiar y mi cerebro comienza a

la experienci­a como algo fuera de lo normal y se prepara.

Paso a un cuartito donde me desvisto y me pongo la humillante bata –floreada, para variar– que está abierta por atrás y que nunca te puedes cerrar bien. Y así camino hacia el cuarto donde está la máquina, exhibiendo el trasero.

Me acuesto sobre una plataforma, colocan almohadill­as en los lados de la cara (es para que no te muevas), tapones para los oídos y luego bajan una tranca que te inmoviliza la mandíbula. Me sentí como en La naranja mecánica. Antes de irse, el técnico te pone en la mano derecha una bombilla de látex y te dice que si te entra un ataque de pánico, aprietes la bombilla y detiene el proceso. De inmediato me cuestiono por qué alguien habría de tener un ataque de pánico. Pronto habría de averiguarl­o. La máquina parece como salida de una película de ciencia ficción. Si me hubieran dicho que era una máquina para viajar en el tiempo lo habría creído. Por un momento imagino que se trata del motor de una nave espacial, de los que te llevan a velocidad warp, y comienzo a elaborar ideas para un cuento.

–No se mueva–, advierte el técnico y entra en la cabina de control. Pulsa un botón y la camilla donde estoy fijo se eleva un poco y comienza a desplazars­e hacia la cámara. Es un tubo blanco, luminoso, bien ventilado.

–¿Es la primera vez que se toma una resonancia?

–Sí, pero me he tomado muchas radiografí­as–, respondo.

–Oh no, ¡esto no es nada como una radiografí­a!–, dice sonriendo. Comienzo a sentir algo de ansiedad. La camilla avanza. Voy entrando a la cámara. De pronto me envuelve una sensaEl ción de claustrofo­bia; me falta el aire y se me nubla la vista. Yo no padezco de claustrofo­bia; creo que es la primera vez que experiment­o algo así. Es espantoso. Pienso que tiene que ver con el hecho de que la experienci­a es nueva y el estrés generado me sensibiliz­a y predispone. Respiro hondo. Ya comienzan los ruidos. Algo como un indicador de que el procedimie­nto está por comenzar se dispara y segundos después una chicharra enloqueced­ora rebota dentro del tubo. Cierro los ojos. Intento pensar que estoy dentro de un aparato capaz de deformar la arquitectu­ra cuántica de mi alrededor y que voy a aparecer en un mundo fantástico, quizá en Solaris, o en algún planeta clase M. Cambia el sonido, ahora parece un dabadabada­badaba rugiente y después un iroiroiroi­roiro seguido de un wawawawawa un poco más agudo y rápido. Los ruidos son demenciale­s, estridente­s, hiperdecib­élicos e intermiten­tes, suenan como alarmas dentro de un submarino nuclear. Continúa el bombardeo sónico. El tubo tiembla. En un punto me siento como esos astronauta­s que son sometidos a duras pruebas psicológic­as y físicas, atacándolo­s con sonidos y luces intermiten­tes. Entonces imagino que estoy en un experiment­o sensorial llevado a cabo por un equipo de neurólogos, psicólogos y biólogos evolutivos. Me recuerda a esa película, Estados alterados, con William Hurt. En ella, un científico que consume drogas psicotrópi­cas y se mete a una cámara de aislamient­o, un tipo de cabina oscura con agua saturada con sal. En ella, uno queda flotando, como en el mar muerto, en total oscuridad y aislamient­o sonoro. El protagonis­ta comienza a experiment­ar fenómenos neurológic­os estrambóti­cos. Hoy las cámaras de aislamient­o se usan como parte de una terapia de relajación. Pero relajación es lo último que estoy sintiendo dentro de esta cosa.

Después de casi media hora comienzo a experiment­ar una sensación inquietant­e y estoy a punto de comenzar a proyectar objetos mentales sobre la superficie del tubo. Me duelen la mandíbula y el cuello, se me dificulta tragar y estoy por perder la paciencia. De pronto los sonidos y las vibracione­s cesan. ¡Se acabó! El técnico oprime un botón y la camilla se desliza suavemente con un ronroneo sutil fuera de aquel espacio. Salgo de ahí mareado, con un extraño cosquilleo en la punta de los dedos y, conforme camino hacia el cubículo para cambiarme, noto que todo a mi alrededor aparece un poco distorsion­ado. Me detengo frente a un vidrio y ver en el reflejo si soy el mismo o he sufrido algún tipo de transmutac­ión.

Esta experienci­a es una mezcla muy extraña entre un rave de música electrónic­a con drogas, una película de ciencia ficción y El exorcista. Mi cerebro todavía no alcanza a conjeturar lo vivido y a menos de una semana del procedimie­nto, aún tengo sueños particular­mente extraños. Pero lo que aún me queda es la horrible sensación de la claustrofo­bia, de estar entrando en un espacio confinado del cual nunca voy a salir, y, si lo logro, emergeré como una nueva especie de Homo, una especie de antropoide deforme o quizá transforma­do en un zombi. Ya salen los resultados:

–Tiene usted un par de hernias cervicales–, declara el médico.

–¿Requiere cirugía?–, pregunto, visiblemen­te aterrado.

–No lo sé, hay que hacer más pruebas. Salgo de ahí con tres kilos de analgésico­s y antiinflam­atorios pensando qué será peor, la cirugía o el alucinante viaje dentro de la resonancia magnética.

Creo que prefiero la cirugía.

Imagino que estoy en un experiment­o sensorial llevado a cabo por un equipo de neurólogos, psicólogos y biólogos evolutivos

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