Milenio Monterrey

Sospechoso­s

- IRENE VALLEJO*

El 23 de abril de 1616, además de un famoso bardo inglés, murieron otros dos escritores

Cuando los iluminados y convencido­s se apoderan de la palabra, la mejor literatura brota de las dudas y las sombras. El joven Cervantes fue capturado cerca de Cadaqués a bordo de una galera y sirvió durante cinco años como esclavo de un caudillo del Imperio otomano. Liberado tras el pago de un enorme rescate, sufrió insidias y rumores, acusado de haber hecho “cosas viciosas y feas” para salvar la vida en tierra enemiga.

Tiempo antes, en un Perú violento y convulso, había nacido el Inca Garcilaso, hijo de una princesa inca y un capitán extremeño embarcado en la conquista de América. Creció con los relatos del pasado indígena en la lengua quechua de su madre, mientras su padre lo educaba como un hidalgo español. Huérfano tras la guerra, cruzó el océano con veinte años rumbo a España, trazando un inverso ‘descubrimi­ento’. En su madurez, escribiría una asombrosa crónica de su estirpe escindida.

Peregrinos por mundos fracturado­s, estos dos impuros –el manco y el mestizo–vagaron sin encajar en ninguna parte. Quizá por eso el Quijote y los Comentario­s reales de los Incas nos siguen fascinando hoy, en su exploració­n de la amistad y la memoria como antídotos contra el odio. Según la tradición, un mismo día, el 23 de abril de 1616, además de un famoso bardo inglés, murieron otros dos escritores que buscaban en las palabras una cura para épocas de locura.

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