Festival de abusadores y tramposos
Estamos viviendo una realidad esperpéntica: en este país, los encargados de legislar —o sea, de hacer leyes— son los primerísimos en desconocer las ordenanzas supremas de la nación, aquellas que están consagradas en la Carta Magna y de las cuales se derivan, justamente, todos los demás preceptos legales.
La democracia, tal y como la conocemos, permite que algunos individuos declaradamente impresentables puedan llegar a ocupar puestos en la estructura del Estado. Y es que, miren ustedes, el pueblo soberano no necesariamente elige a los mejores candidatos: en ocasiones no está lo debidamente informado, en otros casos es movido por un enorme descontento, a veces se entusiasma con algún aspirante excepcionalmente carismático (lo del carisma debiera ser un elemento disuasorio en lugar de un atributo positivo, señoras y señores, porque los mejores gobernantes, en los hechos, no son los de personalidades radiantes y esplendorosos modos, sino gente discreta que se contenta con realizar meramente su trabajo sin necesitar en permanencia la luz de los reflectores) o, como ha ocurrido en tantos y tantos casos a lo largo de la historia, se deja llevar por ese oscuro impulso autodestructivo que tenemos los humanos (nuestras decisiones, además, suelen ser, las más de las veces, poco racionales y ello explica, entre otras cosas, que desperdiciemos la oportunidad de un gran empleo, que nos endeudemos catastróficamente, que echemos a perder un buen matrimonio o que llevemos a la quiebra el negocio familiar).
Gracias al proceso civilizatorio hemos edificado, sin embargo, un mundo de mínimas certezas en el que podemos aspirar a tener justicia y a ejercer los derechos más fundamentales. Ese entramado, en la realidad de todos los días, existe como un ente superior de normas, garantías e instituciones para regular la cotidianidad ciudadana. Esa, y no otra, es la razón de ser del Estado.
El gran tema es que el individuo soberano necesita confiar en el aparato oficial para acometer voluntariamente la empresa de ser una persona respetuosa de las leyes, determinada a cumplir con sus obligaciones y, sobre todo, dispuesta a convivir pacíficamente con los demás. Pero ¿qué pasa cuando los agentes del Estado no son dignos de la menor consideración por desacatar, ellos mismos, las reglas en vigor y por exhibir, además, conductas descaradamente deshonestas y hasta delictuosas?
Eso, precisamente, es lo que tenemos aquí y las consecuencias para la vida pública de la nación son punto menos que devastadoras. No solo vemos que nuestros congresistas desprecian cínicamente la Constitución. Hay más, mucho más: en las últimas semanas, amparados en su condición de representantes populares, han protagonizado un auténtico festival de abusadores, violadores y tramposos.
Nuestro sello, por lo visto, es la indecencia.
Individuos impresentables pueden ocupar puestos en la estructura del Estado