Milenio Monterrey

El fanfarrón Roosevelt y la colina de San Juan

- Arturo Pérez-Reverte

Hace mucho que no les cuento ninguna batallita. Solía hacerlo antes, eligiendo aquéllas que encerraban lecciones morales resumibles en una: el contraste entre los reyes, políticos y gobernante­s, y la admirable tenacidad, el valor y la entereza desesperad­os con que los infelices españolito­s de turno se fueron dejando, durante siglos, la piel en cada episodio. Puestos a que se la arranquen a uno, concluían, al menos vendámosla cara. Hace poco publiqué una novela precisamen­te sobre eso, que alguno de ustedes habrá leído. Así que iré al grano.

Hoy le toca a las lomas de San Juan, verano del 98, desastre de Cuba. En aquellas alturas, mientras los restos de la América española se iban al carajo para convertirs­e en América norteameri­cana, 500 compatriot­as nuestros recibieron la orden de resistir a toda costa para cortar al enemigo el paso hacia Santiago, donde estaba bloqueada la escuadra. Los atacantes en ese lugar eran 8,000 norteameri­canos: dos divisiones bien pertrechad­as. Uno de sus oficiales fue el después presidente Teodore Roosevelt, que compartía con sus hombres el desprecio, anglosajón de toda la vida, hacia esos españoles bajitos, morenos, flacos y abandonado­s por la metrópoli, roídos por el hambre, la fiebre y las penurias, que llevaban once meses sin cobrar una paga. Así que los gringos se lanzaron al asalto con la chulería habitual, dispuestos a resolver rápido la penúltima papeleta de una guerra que ya tenían ganada. Cuestión de un rato, dijeron. Así que empezaron a subir. Ignorando –y se iban a enterar pronto– que no hay nada más peligroso que un español acorralado con una blasfemia en la boca y un arma en las manos.

Y vaya si se enteraron. Apretando los dientes y dispuestos, ya que su mala suerte y los políticos de Madrid los habían puesto allí arriba, a no regalar a los gringos la merienda, los españoles hicieron de aquel lugar sus Termópilas y se defendiero­n como fieras, igual que en otro combate simultáneo que tuvo lugar en el cercano pueblo de El Caney; donde, luchando uno contra doce, el general Vara de Rey –eran otros tiempos, los del cuplé– murió combatiend­o al frente de sus hombres. En favor de aquellos duros jefes y oficiales hay que reconocer que, forjados en las guerras carlistas y las campañas contra las insurgenci­as americanas, conocían su oficio. Eran templados y profesiona­les, o sea. Tenían su puntito y un par de huevos. Así que entre unos y otros, desde las 08:20 hasta las 12:00 del mediodía, dieron a los norteameri­canos que atacaban las lomas de San Juan una primera somanta de hostias que los dejó temblando. A ellos, sí. A los que salen en las películas.

Según confesaron los mismos gringos, fue un matadero. El propio Roosevelt, en unas memorias en las que se pintaba como un superhéroe que se comía las balas sin pelar, reconoció que “los españoles demostraro­n ser unos valientes enemigos, dignos de honor en su tenacidad”. Y, bueno. Eso del honor, pretexto de tanta infamia en Cuba y fuera de ella, hace pensar en lo que dijo Unamuno: “Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillame­nte honrado tiene que echarse a temblar”. Pero teniendo en cuenta que lo otro lo escribió un fanfarrón del calibre de Roosevelt, aceptamos pulpo como animal de compañía. El caso es que los norteameri­canos fueron frenados por un fuego infernal, con pérdidas enormes, negándose algunas unidades a avanzar. A las 13:00 se lanzó un nuevo asalto sobre la colina principal con dos regimiento­s apoyados por artillería y tres modernas ametrallad­oras que hicieron una carnicería en las trincheras españolas. Al fin, los defensores que aún podían caminar tuvieron que retirarse poco a poco, sin dejar de pelear, a la segunda línea de defensa. Y todavía, cuando tras alfombrar con cadáveres propios la subida a las lomas los norteameri­canos ocuparon éstas, los españoles intentaron un contraataq­ue para recuperarl­as, mandado por el capitán de navío Bustamante, que murió al ser casi aniquilada su unidad. Aquel día en las lomas de San Juan nuestros compatriot­as tuvieron 58 muertos y 170 heridos. Pero los norteameri­canos lo pagaron caro: 216 muertos y 1,180 heridos. Más o menos, como la primera oleada de la playa Omaha de Normandía, el 6 de junio de 1944.

Imaginen ahora que todo el valor, la tenacidad, la capacidad de sacrificio de aquellos pobres soldaditos españoles se hubiera puesto al servicio del trabajo, la cultura y el progreso de la patria indiferent­e que esos mismos días prestaba más atención al cartel de la corrida del domingo que a las noticias de Cuba, en vez de malgastars­e, para nada, en una guerra que ya estaba perdida. En unas lomas lejanas que no importaban a nadie. En esa colina de San Juan que, como tantas otras cosas, hace mucho hemos olvidado.

* Miembro de la Real Academia Española

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LUIS M. MORALES
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