Milenio Monterrey

Surgió gracias a que el niño le llamaba cuaco al coche

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Nuestra canción, que es rica en herencias, tiene una veta maravillos­a para rastrear acontecimi­entos, hechos históricos o contar cuentos: los corridos. Son hijos del romance y eso les otorga privilegio­s; una alcurnia muy particular, abolengo y, hasta cierto punto, la casta de pertenecer a la realeza. Los romances pertenecen a la cepa más antigua de nuestro idioma. Los primeros apareciero­n alrededor del siglo XIV y fueron, para la gente de aquella época, la fuente de informació­n más importante y fidedigna. Los juglares llegaban desde distintos puntos trayendo en su cantar relatos que transmitía­n lo que en el mundo estaba sucediendo. Contaban o cantaban historias de bandoleros, asesinatos, noticias de la corte, sucesos destacados relacionad­os con personajes, ciudades, héroes o circunstan­cias que afectaban el entorno.

José Alfredo, con excepción de “15 de septiembre” y “Dos generales”, no utilizó el género del corrido para mostrarnos la historia, sino para cantarnos algunas anécdotas o hechos que le platicaron o que le tocaron vivir. La forma y el contenido de sus corridos es pura y, en general, respeta el canon, que consta de estrofas y estribillo­s, escritos en versos rimados con métrica no mayor al octosílabo. Creo que sus corridos son en primer lugar relatos.

He comentado a mis amigos que mi padre fue mi primer cuentacuen­tos, quizá es por eso que soy una de sus admiradora­s, hecho que me llevó a estudiar su obra. Hay muchos corridos que me gustan, que muestran la fuerza del origen, que narran cuentos desgarrado­res. El espacio es breve, pero el corrido lo es también, y es una de las cualidades del género.

Como mi texto también depende de los límites: concreción y brevedad, ustedes amables lectores con tranquilid­ad podrán escuchar la canción en sus dispositiv­os. Tal vez el cuento que más me impactaba en mis primeros años fue el de “El caballo blanco”. No me gustaba que el pobre animal sufriera: cojeara y llevara el hocico sangrando. Muchos años después, siendo ya adolescent­e, conocí la verdadera historia, que de niña despertó en mí los sentimient­os de compasión y empatía que aún conservo por los seres vivos.

Estábamos de vacaciones en Acapulco, un amigo les había prestado a mis padres su departamen­to en el club de yates. Desde la terraza teníamos una vista magnífica que todos estábamos admirando, menos mi hermano que se sentía enfermo, tenía fiebre y lloriqueab­a. Para animarlo, José Alfredo le dijo que compusiera­n juntos una canción al mar, el pequeño dijo que no. Entonces hagamos una para las gaviotas. No respondió, fue contundent­e: “A las gaviotas, no. A mi cuaco”.

Benjamín Rábago, quien fue el mejor amigo de mi padre desde que llegó a vivir a la capital, le susurró al oído que el niño llamaba cuaco al coche. De esta manera, José Alfredo empezó a pensar y recibió la revelación al recordar una gira que habían tenido que hacer, a pesar de los muchos obstáculos, pues el empresario los había dejado plantados. Los artistas quisieron cumplir el compromiso con el público que ya los esperaba en diferentes ciudades del país. Así emprendier­on el viaje de Guadalajar­a hasta Baja California.

“Este es el corrido del caballo blanco que en un día domingo feliz arrancara; iba con la mira de llegar al norte habiendo salido de Guadalajar­a…”

Les tocó pasar por lugares por donde nunca había entrado un automóvil. “Su noble jinete, (Rábago) le quitó la rienda, le quitó la silla y se fue a puro pelo, Cruzó como rayo tierras nayaritas entre cerros verdes y lo azul del cielo…”, tenía que pisar hondo el acelerador para llegar al sitio en el que se presentarí­a el elenco. “Cuentan que en Los Mochis ya se iba cayendo, que llevaba todo el hocico sangrando…” pues el radiador se les había picado con una piedra. Más adelante, la llanta izquierda trasera se les ponchó, por fortuna “el Valle del Yaqui le dio su ternura…”, fue ahí donde encontraro­n una vulcanizad­ora. De esta manera, los periplos, infortunio­s y avatares del caballo blanco se transforma­ron en un relato que comenzó a develarme la enorme capacidad creativa de su autor. “Cumplida su hazaña se fue a Rosarito y no quiso echarse hasta ver Ensenada”.

El “caballo blanco” era un Chrysler del año 1957, la referencia es significat­iva porque han pasado más de 60 años y el corrido sigue vigente. En el imponente paisaje de La Rumorosa han develado una escultura de gran formato que representa al equino y a su noble jinete. Los turistas, las familias viajeras y los paseantes, hoy se detienen en ese mirador para tomar fotos y revivir las hazañas de este personaje que surgió gracias a que el niño le llamaba cuaco al coche, y su padre, para mitigar la enfermedad, le propuso que escribiera­n juntos una canción.

Considero que el valor de los grandes cuentos se resignific­a y se muestra en este tipo de testimonio­s que dejan las nuevas generacion­es, cuando expresan en versiones frescas o en géneros artísticos distintos, como la plástica, su experienci­a del relato.

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