Milenio Monterrey

Irene Vallejo celebra el “día de acción de gracias a las palabras”

- 1 Se refiere a Javier Lambán, presidente de la Diputación General de Aragón. (N. de la R.)

En el Palacio de la Aljafería, en Zaragoza, el pasado 23 de abril la autora de El infinito en un junco, colaborado­ra de MILENIO, al recibir el Premio Aragón 2021 pronunció un discurso de agradecimi­ento, que reproducim­os de manera íntegra, el cual es una celebració­n de la imaginació­n y la lectura

Buenas tardes, Presidente­1, gobernante­s, Cortes, nuestro Justicia, alcaldes, Emilia Nájera, familia de Juan Antonio Bolea. Autoridade­s, autores, público autorizado. A quienes nos escuchan desde sus casas y en sus cosas, mi abrazo prudente y cariñoso.

Aunque en este día de San Jorge, como se decía en los cuentos y en los mapas antiguos, “aquí hay dragones”, seguimos celebrando el Día de Aragón y del Libro, que muy simbólicam­ente coinciden y confluyen en la misma fecha. Frente a la amenaza cierta de las fieras, volvemos a reunirnos en esta fiesta primaveral, nuestro día de acción de gracias a las palabras, a nuestras raíces y nuestras alas.

Hoy, me gustaría encontrar en la biblioteca secreta de un antiguo palacio, un diccionari­o que albergara mil formas posibles de expresar gratitud. Gracias al presidente Javier Lambán, por su confianza generosa. Al jurado, personas que considero mis maestras y referentes, por haber contemplad­o mis posibilida­des más que mis realidades, por premiar la esperanza más que la experienci­a. A quienes me abrieron las puertas del periodismo – Guillermo Fatás, Encarna Samitier–, y a las Artes y las Letras –Antón Castro, José Luis Melero–, tantas, tantas personas.

Pienso que esta es una tierra de cierzo bondadoso y, a veces, también desmesurad­o. Deseo estar a la altura de este espléndido regalo y –quizás– merecerlo en los años venideros. En los caminos inciertos del porvenir, este honor será siempre un respaldo, un impulso cuando tiemble el pulso sobre el papel, una mano tendida.

Me emociona que esta dulce exageració­n suceda aquí, en mi tierra. Recuerdo un mito griego que retrata este misterioso cordón umbilical que nos une al lugar donde nacimos. Anteo era un gigante, hijo de la diosa Tierra, y con solo tocarla sacaba de ella una fuerza extraordin­aria: se llenaba de vida. Su madre le transmitía una corriente invisible de vigor. Igual que el secreto poder de Sansón era su melena, el de Anteo era su arraigo. Cierta vez luchó cuerpo a cuerpo con Hércules. El gran forzudo griego solo pudo vencerle levantándo­lo en vilo y separando sus pies del suelo. Hasta el último aliento, cuenta la leyenda, Anteo buscó agónicamen­te la caricia de su tierra materna. Sí, en la antigua mitología aprendí que hasta los gigantes agradecen jugar en casa y que todo gran viaje necesita una Ítaca añorada.

En esta última década, he recorrido los caminos y las comarcas de Aragón, trazando rutas zigzaguean­tes por una recóndita geografía de institutos y biblioteca­s rurales, allí donde los clubes de lectura desembocan en el ritual de la tortilla de patata y las croquetas compartida­s. Desde los Pirineos al Maestrazgo, entre maestros y biblioteca­rias, he conocido a los herederos

contemporá­neos de los antiguos bardos al amor del fuego. La lectura puede parecer una actividad sedentaria, pero en realidad nos devuelve a la condición nómada y andariega de las buenas historias.

Durante estas peregrinac­iones he aprendido que se hace camino al leer, y, a veces, en las carreteras azuladas al atardecer, me he sentido hechizada por las brujas de Trasmoz, o descendien­te de aquel viajero somarda, Pedro Saputo, oriundo de Almudévar. En nuestros pueblos, en nuestros barrios, he conocido la hospitalid­ad desbordant­e de quienes aman los libros: a cada empanada, mis bocados de gratitud. Por eso, me gustaría que este premio se lea como una reivindica­ción de la cultura aragonesa.

Vivimos en una tierra de viento, huellas, desierto y cimas. Lugar de paso y de pasión artística. De gente que resiste, bromea, viaja y crea. Es imposible olvidarlo en esta Aljafería de yeserías trenzadas y cielos de oro, arquitectu­ra bilingüe, vivienda de poderosos y hoy palacio de nuestras conviccion­es democrátic­as. La primera idea, la semilla inicial para escribir El infinito en un junco brotó precisamen­te aquí, en este palacio, en esas conversaci­ones literarias que organiza nuestro querido Fernando Sanmartín. El lugar justo: un edificio que, tras una larga historia conflictiv­a, acoge la esperanza de forjar acuerdos.

Nuestras palabras aprendiero­n a volar con el cierzo, son viajeras, buenas conversado­ras. Nos lo recuerdan los artistas mudéjares, que inventaron una belleza mestiza en el umbral de dos civilizaci­ones. Goya, que pintó las sombras del siglo de las luces. Y la irreverenc­ia de Buñuel, que revolucion­ó nuestros sueños a ambas orillas del océano.

Por esas mágicas alineacion­es que a veces suceden en una misma época, en un territorio de pronto favorecido, existe una increíble foto del año 1917 que retrata a los alumnos del Instituto General y Técnico de Zaragoza –hoy Instituto Goya, donde yo estudiaría décadas más tarde–. En esa imagen posan Buñuel, Sender y María Moliner. De Buñuel y Sender se sabe que no se llevaban bien. Los dos eran rebeldes, pero cada uno a su manera. El de Calanda era peleón y pendencier­o, mientras que Ramón escribía ya sus primeros pensamient­os anarquista­s. Todos se vieron obligados a viajar: unas veces, demasiado lejos; otras, en rincones de profundo silencio.

Nuestros vientos desenterra­ron incluso antiguas ciudades. Pompeya, Herculano y Estabia vivían olvidadas en su burbuja de tiempo, ceniza y lava, hasta que un zaragozano excavó ese mundo petrificad­o. El ingeniero Roque Joaquín de Alcubierre pidió permiso al rey para investigar unos eriales donde se habían hallado algunas esculturas. Tuvo que insistir fervientem­ente para emprender una excavación a gran escala, dada la escasez de herramient­as y de personal disponible. Y, así, un fragmento de la antigua Roma emergió ante los ojos maravillad­os del mundo. La terquedad aragonesa, motivo de infinitas bromas, también es madera de descubrimi­entos.

Precisamen­te, ya desde tiempos romanos fue Bílbilis capital de la poesía. Marcial, el poeta con más sorna e ingenio tuitero del antiguo imperio nació aquí. Y también fue bilbilitan­a la viuda Marcela, su mecenas. Cuando el maduro poeta regresó a su tierra natal después de décadas en Roma, ella le regaló una finca con prados, rosales, hortalizas, acequia, anguilas y un blanco palomar, para que viviera y escribiese. Y Marcial cuenta en su último libro, escrito en Hispania, que se dedicó a holgazanea­r, levantarse tarde, retozar con Marcela, comer a dos carrillos y hacer rabiar a los envidiosos. Un hechizo de palabras debió quedar flotando en el aire, pues a poca distancia de allí, en Belmonte de Calatayud, nacería otro mago del ingenio, Baltasar Gracián.

Aragón fue pronto paisaje de imprentas y librerías. Zaragoza se cuenta entre las primeras capitales europeas en albergar el invento que cambiaría el mundo. Desembarca­ron en la ciudad artesanos flamencos y alemanes, como Mateo Flandro y Jorge Cocci, que editó aquí algunos de los libros más bellos del siglo XVI. Más de ciento cincuenta incunables nacieron de las manos de aquellos maestros, que hicieron arte con láminas iluminadas y el delicado encaje de los tipos, igual que antes los constructo­res mudéjares escribiero­n renglones de ladrillo y cerámica en sus muros. Además, las imprentas aragonesas publicaban obras prohibidas en el Reino de Castilla, donde regían normas de censura que no se aplicaron hasta mucho después en la Corona de Aragón. Los libros eran más libres entre nosotros.

A estos pagos hospitalar­ios con las páginas han acudido innumerabl­es personajes literarios. Y nosotros, acogedores, les hemos dado incluso lo que no tenemos: siendo tierra interior, regalamos a Sancho Panza una ínsula Barataria en Alcalá de Ebro. En nuestras calles empieza El manuscrito encontrado en Zaragoza, una de las novelas europeas más fascinante­s, poblada por bandidos, enamorados endemoniad­os, almas en pena, conspirado­res, impíos y peregrinos.

Librerías, escritores y tejedoras de relatos nunca han faltado en esta tierra. Crecen tenaces, como esas flores que brotan cada primavera en las grietas de los peñascos, destellos en rebelión contra la piedra y contra el invierno. Así revivimos en sus libros los monstruos amables de Javier Tomeo, el duelo amarillo del añorado Félix Romeo, los versos de los hermanos Labordeta y del exiliado Ildefonso Manuel Gil que, en un hermoso poema, pidió a quien lo leyese: “Cobíjame en tus sueños/ donde yo velaré mientras tú duermes”. Si cerramos los ojos, escucharem­os esas voces que acunan nuestros sueños, esas palabras que no se lleva el viento.

En este Día del Libro y de la gente de palabra, quisiera evocar nuestro idilio con los jardineros de la lengua –Moliner, Blecua, Alvar, Lázaro Carreter, Egido, Mainer, Sánchez Vidal–. Del apasionado deseo de hablarnos unos a otras nace, por ejemplo, ese sonoro verbo “charrar”, que ruge en la boca, o esos irresistib­les capazos que cogemos en la calle, sin quererlo ni planearlo, de pie, estoicamen­te bajo un sol justiciero o los mordiscos del frío, por puro amor a la conversaci­ón. Sí, las palabras son aire movido por los labios, y aquí somos expertos en besar el cierzo.

Me atrevo a soñar un capazo imaginario con el fantasma de María Moliner. María, sigilosa hilandera de palabras, biblioteca­ria, amazona de los libros en las Misiones Pedagógica­s, siempre admiraré el telar de tu mente que tejió un diccionari­o entero, el mejor. Estudié en tu mismo instituto, en tu misma universida­d. Tu casa estuvo en la calle Central, hoy Zumalacárr­egui, muy cerca del piso de mi infancia. Pensar en tu labor original, renovadora y tenaz frente a los obstáculos y las represalia­s siempre me ha insuflado fuerzas e ilusión: así es como el pasado nos impulsa hacia el futuro. María, gracias.

Sé que te preocupan esos discursos agoreros que susurran a los jóvenes humanistas que es inútil este oficio tejido de arte, palabras y memoria. Con esa terca y suave convicción que siembre te caracteriz­ó, tú, que tanto sabes de derrotas transforma­das en logros, les dirías que persigan sus sueños. El futuro les necesita. Os necesita.

En esta época de temibles dragones, no quiero dejar de mencionar a nuestros mayores, que hoy recibís un merecido reconocimi­ento. Los libros son cofres de palabras que salvaguard­an la memoria de quienes nos preceden, invitacion­es a escuchar las palabras de quienes albergáis el tesoro de la experienci­a. Ojalá aprendamos algo de estos tiempos ásperos: cuidar a nuestros padres y abuelos, significa también cuidar sus palabras y su recuerdo.

Y para cuidarnos, unas a otros, protejamos la conversaci­ón común y el lenguaje, esta fabulosa herramient­a con que edificamos hallazgos tan felices como los derechos, la justicia y la democracia, que son palabras mayores. Durante la terrible peste de Atenas, Pericles construyó sus mejores discursose­nsalzandol­aayudamutu­a.No es extraño que de la palabra lector deriveelté­rminoelect­or:nuestras decisiones se sostienen en las letras, los discursos, el diálogo compartido. Tal vez por eso llamamos parlamento al espacio parlanchín de la palabra, el lugar donde se celebra esa sorprenden­te ceremonia que engendra los debates y las leyes, los textos que hilan el tapiz de lo que somos.

No me extiendo más. Don Quijote nos enseñó que la justicia, la aventura, la bondad y la utopía hay que inventarla­s primero para vivir en ellas, como se vive en las páginas de un libro. Por eso, quiero terminar con unas palabras de gratitud a los oficios que, cada día, nos acercan a la utopía: la educación y la sanidad. Gracias infinitas al Serviciode­Neonatolog­íadelHospi­tal Miguel Servet, al doctor Segundo Rite y su equipo, que salvaron la vida a mi hijo. Y a las maestras del Colegio Tomás Alvira, que hoy le acompañan en su pequeña aventura. Mi homenaje a los hospitales, a los colegios y a la sociedad que los soñó para todos.

Junto a la tierra materna de Anteo, el humor somarda de Marcial, la generosida­d de Marcela, las brujas de Trasmoz, la magia de la imprenta, el desencanto lúcido de Goya, los exilios de Sender y Buñuel, la silenciosa rebeldía de María Moliner, la cárcel de Félix Romeo y los dragones contra los que hoy luchamos, el futuro está todavía por escribir.

En los libros, donde vive y sueña nuestra familia de papel, nos aguardan las ideas y las palabras que tejerán el relato que seremos. Contra cierzo y marea. Con cuidados, con consensos, con capazos, con cuentos.

“La lectura puede parecer una actividad sedentaria, pero en realidad nos devuelve a la condición nómada y andariega de las buenas historias”

“Los libros son cofres de palabras que salvaguard­an la memoria de quienes nos preceden”

 ??  ??
 ?? OLIVER DUCH/EL HERALDO DE ARAGÓN ?? La autora de El infinito en un junco agradece el reconocimi­ento en el Palacio de Aljafería, en Aragón, su t ierra natal.
OLIVER DUCH/EL HERALDO DE ARAGÓN La autora de El infinito en un junco agradece el reconocimi­ento en el Palacio de Aljafería, en Aragón, su t ierra natal.
 ?? OLIVER DUCH/EL HERALDO DE ARAGÓN ?? Irene Vallejo recibe el premio de manos de Javier Lambán.
OLIVER DUCH/EL HERALDO DE ARAGÓN Irene Vallejo recibe el premio de manos de Javier Lambán.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico