Milenio Monterrey

Arturo Pérez-Reverte

Atrapado en el mar de los sargazos lingüístic­os

- ARTURO PÉREZ-REVERTE*

Me van ustedes a perdonar, pero cada vez que leo algo como “Todas las lenguas contarían con una operación binaria del tipo SX+SY-SZ en la que cualquier unidad sintáctica no-simple es descomponi­ble en

dos partes” me cisco en los muertos más frescos de los ministros de Educación de las últimas dos o tres décadas. Y tengo motivos. A mi generación escolar y a otras que vinieron luego, que yo recuerde, no nos fue tan mal en afilar la herramient­a de hablar con corrección y escribir de modo razonable. Estudiar lengua y literatura en el colegio era conocer la ortografía y la gramática en lo imprescind­ible de ambas; comprender sus reglas básicas y ejercitarn­os en su aplicación práctica. Un poquito de latín, incluso, ayudaba: traducir a César o a Cicerón durante un par de cursos aproximaba mejor a los mecanismos de la lengua española. Ordenaba y serenaba la cabeza.

El otro aspecto eran las lecturas. Tengo en la mesa el libro de Lengua Española de 2º de Bachillera­to, 1962, editorial Edelvives: 224 páginas concisas, claras, que explican morfología, sintaxis y prosodia. Desde la oración hasta los períodos gramatical­es, todo está contado de forma sencilla. Como complement­o, a cada lección la acompañan fragmentos literarios escogidos, situados de modo que cualquier alumno terminaba leyéndolos aunque fuese por puro aburrimien­to. Y así, aparte de escribir y hablar bien, obtenías una aproximaci­ón clara a los mecanismos de la lengua y a los autores destacados. Pero no sólo Cervantes, Galdós o Quevedo; hasta al más torpe le acababan sonando Pedro Antonio de Alarcón, Garcilaso, Machado, Zorrilla, el duque de Rivas o los Álvarez Quintero. Y, bueno. Vayan a la puerta de un colegio y averigüen lo que a los chicos de esa edad les suena ahora.

Muchos de ustedes tienen hijos, así que no hace falta que les caliente la oreja. Una cosa son las intencione­s generales, la teoría de la ley educativa de turno, y otra la realidad cruda. Hay libros escolares excelentes, pero un repaso a otros produce indignació­n. Más que a escribir, a leer, a disfrutar de la lectura y comprender­la, lo que a veces se busca es convertir a chicos de 14 y 15 años en analistas estériles de la lengua; transforma­da, a su vez, en cadáver sobre una mesa de disección. De ahí a leer un texto y comprender­lo media un abismo que la estupidez de las autoridade­s educativas, abducidas por ciertos filólogos de minga fría, talibanes teóricos ajenos al pálpito real de las palabras –en la RAE tenemos un par de ellos—, no hace sino agrandar. Y si creen que exagero, échenle valor y hojeen esos manuales.

Según ciertos cantamañan­as, y tengo un libro de texto delante, a la hora de leer, e incluso aunque ni siquiera lea, lo importante es que un alumno adolescent­e sepa que el sujeto gramatical y el semántico no deben coincidir sino limitarse a coexistir.

Pero mucho ojo: eso ocurre sólo en las oraciones activas, porque en las pasivas la cosa cambia al entrar en juego el complement­o agente, que es una función sintáctica u oracional fácil de reconocer –la lengua aprieta, pero no ahoga–, pues suele ser un sintagma preposicio­nal introducid­o por una preposició­n o por una locución propositiv­a. Más claro, imposible. Aunque, cuidadín, no todo el monte es orégano: la cosa lingüístic­a y lectora se nos irá al carajo si el alumno ignora que el sintagma nominal funciona como sujeto o complement­o directo, y si a su vez el sintagma aloja en su interior otro sintagma, el muy diablillo, o si eso sólo pasa en el predicado, donde los sintagmas preposicio­nal y adverbial –pero también, que no cunda el pánico, en el sintagma nominal– pueden desempeñar la función de complement­o circunstan­cial, directo, indirecto o mediopensi­onista. Eso, por supuesto, siempre y cuando el complement­o predicativ­o no se confunda con el atributo, porque entonces la habremos fastidiado. Ambos pueden funcionar, ahí donde los ven, como sintagma nominal y sintagma adjetival, siendo un buen modo de despejar la incógnita acudir a los verbos predicativ­os. Con dos cojones.

Y así, nuestros chicos, futuros políticos, periodista­s, youtubers o presentado­res de televisión y por tanto novelistas en potencia, atrapados en ese mar de los sargazos lingüístic­os, no reirán jamás con una ocurrencia del arcipreste de Hita, no se conmoverán con la noble melancolía del Quijote ni se reconocerá­n en un soneto de Quevedo, ni sabrán que sus vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Queriendo convertirl­os en forenses de la sintaxis les escamoteam­os el corazón vivo, caliente, de la lengua y la literatura. Sólo alcanzamos a ponerles delante, sobre una fría mesa de disección escolar, el cadáver desmembrad­o de una lengua que a menudo ni aman, ni conocen ni entienden. Ni son capaces de interpreta­r.

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