Milenio Monterrey

Una historia de Europa (XXXIII)

-

No hagamos caso a los manipulado­res, a los ignorantes ni a los simples. Da igual ser creyente o no serlo: sin el cristianis­mo, primero, y la Iglesia católica, después, resulta imposible comprender la Edad Media y el nacimiento de la futura Europa. Se trata de un hecho histórico que los europeos del siglo XXI deben asumir con naturalida­d, tanto en lo bueno, que fue mucho, como en lo malo, que no fue poco. Ya entre los siglos V y VI después de Cristo, el proceso estaba siendo complejo y azaroso, aunque imparable. El derrumbe del imperio romano apenas perjudicó a la Iglesia, que además de adaptarse a lo nuevo supo beneficiar­se de ello. Fin del imperium político, comienzo de la auctoritas religiosa: había nacido una estrella, y estaba allí para quedarse. Empezó con una crucifixió­n en Palestina, siguió con persecucio­nes y catacumbas, se hizo oficial bajo Constantin­o el Grande y estuvo a punto de caramelo con la conversión de los jefes bárbaros y sus respectiva­s tribus. Y ahora, en el desmadre general, crecían el prestigio social y la influencia de los obispos de Roma. De una parte, por dos veces habían evitado, con arte y mojarra, el saqueo de la ciudad, tanto por parte de los hunos de Atila (año 452) como por los vándalos de Genserico (455), y eso les daba una imagen popular extraordin­aria: la gente se los comía a besos por la calle. Además, los obispatas romanos tenían una carta en la manga que les daba ventaja sobre el resto de colegas de otros lugares: allí estaba la tumba del apóstol y mártir San Pedro, a quien el propio Jesucristo, en plan compadre pescador de Galilea, había llamado piedra fundaciona­l de su Iglesia (Tu es Petrus, etcétera). Por eso, pese a la competenci­a de fulanos de postín como Ambrosio, obispo de Milán, y otros rivales de Alejandría, Jerusalén, Antioquía y Constantin­opla (muy mimados éstos por los emperadore­s bizantinos), los de Roma fueron haciéndose los gallos del corral y acabaron llamándose papas. Su mejor baza fue que, a medida que la extensión del cristianis­mo suscitaba disidencia­s y herejías entre los ideólogos del gremio, convirtien­do el asunto en una jaula de grillos donde opinaba todo hijo de vecino (y menos mal que aún no existía Twitter), los obispos romanos tuvieron el detalle de convertir la ciudad en sede de reuniones de una especie de comités de expertos que analizaban las disputas teológicas. Esas reuniones se llamaron concilia, o sea, concilios. Y como Jesucristo había dicho “sed hermanos” pero no había dicho “sed primos", sus organizado­res (que eran los que soltaban la viruta, dietas incluidas) procuraban barrer para casa. Y así, tacita a tacita, el prestigio y la influencia de Roma crecieron hasta convertir al papa de turno en pontifex maximus. O sea, en árbitro de la cristianda­d. Pero es que, para completar la jugada, las familias con posibles, o sea, la nueva aristocrac­ia romano-bárbara o como queramos llamarla, empezó a meter a sus criaturas en la carrera eclesiásti­ca, que ofrecía seguridad, influencia y futuro. Eso ocurrió en toda Europa, favorecido por la cristianiz­ación no sólo de las élites, sino de la sociedad en general. Los esclavos seguían siendo esclavos y los pobres seguían siendo pobres a pesar del buen rollito de la igualdad fraterna y otros camelos; y ahí se introdujo una jugada maestra de las clases superiores, al patentar éstas un invento que iba a dar juego durante los doce o catorce siglos siguientes: lo que podríamos llamar caridad aristocrát­ica. Una nueva forma de dominio social que relacionab­a de arriba abajo las clases dominantes civiles y religiosas, bien avenidas entre ellas, con las masas de creyentes a los que se imponía, a cambio de la vida eterna y otros premios espiritual­es y materiales, la sumisión al poder político y religioso, así como la renuncia a los placeres sexuales (idea recuperada de algunos filósofos griegos) como nueva moral. Pero cuidado: tampoco es que las autoridade­s políticas y las religiosas anduvieran dándose besos con lengua. Las tensiones eran muchas, pues cada cual iba a lo suyo. Ahí se pusieron al tajo mentes brillantes para ver quién se llevaba el gato al agua, pero la Iglesia estaba mejor dotada y metía goles hasta de chilena: San Agustín, San Ambrosio, los papas Gelasio I y Gregorio el Grande, así como otros secundario­s de tronío, pulieron la óptica para enfocar el asunto. Y el resultado fue la famosa “teoría de las dos espadas”, resumible en que había en la tierra dos grandes poderes, uno espiritual y otro temporal: los reyes y los papas, vale, de acuerdo. Pero, por designio de Dios, los reyes debían estar sometidos a los papas. O sea, que donde había patrón no mandaba marinero. Y aunque ahora parezca absurdo, en aquel momento no fue ninguna tontería, sino todo lo contrario. Durante muchísimo tiempo, la historia de Europa iba a decidirse en torno a eso.

* Miembro de la Real Academia Española

 ?? LUIS M. MORALES ??
LUIS M. MORALES

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico