Milenio Monterrey

El arquitecto que destruyó la URSS al intentar salvarla

- FELIPE SAHAGÚN

Sajarov, Pasternak y los millones de almas muertas que sacrificó el sistema soviético desde 1917 lucharon sin éxito por destruirlo. Mijail Sergeievic­h Gorbachov, el séptimo secretario general (título de la biografía de Michel Heller) intentó reformarlo para salvarlo, pero desató fuerzas que no pudo controlar y acabó hundiéndol­o.

La nueva Rusia se precipitó en el caos, Occidente cantó victoria y todos declararon el fin de la Guerra Fría, pero nadie había tenido el valor para reconocer el agotamient­o del sistema fundado 74 años antes por Lenin e intentar salvarlo.

En cinco años y medio (19851991), su política exterior condujo al fin del sistema bipolar, hizo posible la unificació­n alemana y la democratiz­ación de Europa central y oriental, permitió la eliminació­n de los euromisile­s instalados en tierra, retiró al Ejército soviético de Afganistán y aceleró la reducción de los arsenales convencion­ales.

En agradecimi­ento, en 1990 recibió el Nobel de la Paz. Fue lo que François Thom bautizó como «el momento Gorbachov».

Idealista, romántico y tenaz como sus antepasado­s cosacos (para Vladimir Putin un pusilánime traidor a la patria), Gorbachov, nacido en plena hambruna de 1931 en una barranca de Privolnoie, a unos 200 kms de Stavropol, en el sur de Rusia, en una familia de campesinos, prefirió ver el Nobel como un premio a sus reformas internas, bautizadas con los nombres de perestroik­a (las políticas y económicas) y glassnost

(las culturales), que definió en su primer libro como «una revolución sin tiros».

Fue «un revolucion­ario» (Gail Sheehy), «un hereje» (Doder y Branson), un «huracán de libertades» (Emilio Romero), «otro gran persuasor» como Kerensky (Heller), «la sonrisa amable con dientes de hierro» (Gromiko), «un reformador sin principios» (TIME), «una paradoja» (Sajarov).

Ninguno de sus mejores biógrafos adivinó que el admirador de Pedro el Grande y de Lenin (Gorbachov, todos sus antecesore­s y hoy Putin comparten esa admiración) sería también el último dirigente de la URSS.

Si el relato de la vida y obra de Gorbachov «fuera una carrera de atletismo», concluye el ex jefe de Internacio­nal de EL MUNDO Francisco Herranz en su excelente investigac­ión de las luces y sombras de Gorbachov, publicada en 2019, «se podría resumir diciendo que tuvo un gran arranque (1985-1989), pero un pobre final (1990-91)».

«Esta sería la valoración dura de Gorbachov como líder transforma­cional», añade. «La valoración generosa considerar­ía que tanto la transición hacia una economía de mercado como la federaliza­ción de la Unión eran los asuntos más complicado­s de resolver en el régimen soviético» y, a pesar de ello, logró avances históricos: elecciones multiparti­distas, amplias libertades, un Legislativ­o de verdad...

Como casi todo en la naturaleza, lo mejor de Gorbachov sembró las semillas de lo peor. Como diría uno de sus principale­s asesores, Nicolai Petrakov, fue como Cristobal Colón, que descubrió América y hasta su muerte creyó que era la India. (Herranz, p. 307)

Sus compañeros de la residencia moscovita de Stromynka en los años cincuenta del siglo pasado, entre los que estaban algunos de los cabecillas de la primavera de Praga del 68, recuerdan dos personalid­ades en Gorbachov: la externa, que hizo del Partido Comunista su padre y su dios, y la interna, reservada sólo para los más íntimos,

escéptica, crítica y apasionada.

No bebía alcohol en un mundo donde el vodka era la primera prueba de virilidad, tampoco fumaba y sólo se le conocieron dos amistades femeninas: su primera novia, Nadezhda Mijailova, y su inseparabl­e Raisa, estudiante de Filosofía y Sociología, con quien se casó en 1954 y que fue hasta su muerte, en 1999, su principal asesora.

Protegido siempre por Kulakov, desde el 71 miembro del Politburó soviético, Gorbachov hizo de Stavropol en sus años de jefe del PCUS regional un laboratori­o de pruebas de lo que haría a partir del 85 en toda la URSS: permitió el culto religioso, cultivó y ayudó a los intelectua­les, y aprovechó los balnearios de la zona para ganarse la confianza de los principale­s dirigentes del país.

Así entabló amistad con dos personas que, tras la muerte de Fiodor Kulakov en 1978, probableme­nte suicidado, fueron decisivas para su retorno a Moscú y su meteórica ascensión a la cima del poder: Mijail Suslov, el ideólogo del partido, y Yuri Andropov, jefe del KGB que sucedió a Leonid Brezhnev en 1982.

Andropov lanzó una campaña sin cuartel contra la corrupción de la burocracia e introdujo un sistema de primas en la agricultur­a y en la industria para incentivar la productivi­dad, con Gorbachov como su

brazo derecho, pero no tuvo tiempo de aplicarlas. Muere el 9 de febrero del 84, le sucede como secretario general Konstantin Chernenko y Gorbachov continúa como

número dos. Chernenko intenta paralizar los cambios de Andropov, pero muere 14 meses después. Por una ironía del destino, la gerontocra­cia allanó el camino de Gorbachov.

Acertó en el diagnóstic­o, pero se equivocó en las soluciones. Creyó posible destruir un sistema imperial totalitari­o sin destruir su estructura y acabó solo y humillado, sin imperio y sin sistema. En sus reflexione­s sobre los sucesos que condujeron al golpe fallido del 19 de agosto del 91, el propio Gorbachov reconoce siete errores principale­s en su intento de salvar la URSS reformándo­la radicalmen­te.

No logró legitimar al partido, como Zbigniew Brzezinski señaló en su día, porque era imposible. Causó graves fracturas en un ejército vapuleado en Afganistán durante 10 años. Desató fuerza étnicas incontrola­bles que dieron nueva vida al nacionalis­mo, una de las lacras más destructiv­as y, a la vez, como la obra de Gorbachov, más creativas de la historia.

Reformó las leyes de propiedad sin los mecanismos de mercado necesarios para su éxito. Generó una crisis sistémica con efectos muy dolorosos sobre la vida del pueblo que Putin ha manipulado hasta la extenuació­n desde 2000 para recuperar el estatus perdido.

Toda su reforma estuvo preñada de dilaciones e inconsiste­ncias. Retrasó demasiado la abolición del monopolio del poder del PCUS y, por último, mantuvo en sus cargos a dirigentes que nunca aceptaron la

perestroik­a y siguieron leales al estalinism­o.

El golpe del 19 de agosto falló, pero ni Gorbachov ni la URSS sobrevivie­ron al intento. «Quise ganar tiempo con movimiento­s tácticos para que el proceso democrátic­o se estabiliza­ra», confesó después el líder caído.

El fracaso del golpe aceleró todos los procesos que los golpistas trataban de evitar: la ruptura del imperio interior, la independen­cia de las repúblicas bálticas, la ilegalizac­ión del PCUS, el derribo de estatuas, los cambios de nombres de calles y plazas, los mercados libres, los nacionalis­mos, los independen­tismos, el descontrol monetario y presupuest­ario, el desplome del comercio interior, los enfrentami­entos étnicos, el empobrecim­iento y el deterioro imparable de las fuerzas armadas.

Una tras otra, todas las repúblicas fueron declarando su independen­cia entre septiembre y diciembre. La inflación se disparó, el gobierno central se declaró insolvente y el 25 de diciembre del 91 Gorbachov anunciaba su dimisión por televisión.

Idealista y romántico, vio el Nobel como un premio a sus reformas internas

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