¿De qué otra cosa podríamos hablar?
Lo que presentó la artista Teresa Margolles en la Bienal de Venecia en 2009 no fue bonito o elegante, pero sí necesario; es la misma sensación que hoy provoca la omnipresente información sobre la corrupción de la justicia y la inseguridad
La militarización de las estrategias del gobierno están sujetas a debate, y con razón por los riesgos que implica
Hace más de veinte años, cuando dirigía un diario en Guadalajara, durante una cena oficial me tocó compartir mesa con el procurador de Jalisco y con el titular de la zona militar, quienes ostensiblemente no se hablaban. Con tal de romper el hielo no se me ocurrió otra cosa que comentar al primero la hipótesis de que el departamento al lado del que yo vivía era ocupado ocasionalmente por un narco de muy alto nivel, a juzgar por la cantidad de guardaespaldas, el porte de las escorts que eran convocadas y el tamaño del jacuzzi instalado en la terraza. El procurador me miró durante unos segundos mientras cavilaba una respuesta, tras lo cual afirmó con la seriedad que ameritan los temas que en verdad importan: “el domingo van a ganar las Chivas”. Ya no recuerdo si el funcionario atinó a su pronóstico deportivo ese fin de semana, pero seguramente en alguna otra cosa se equivocó porque unos años más tarde fue asesinado a las puertas de su casa. Tampoco terminó muy bien nuestro vecino de mesa, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, quien murió mientras purgaba una condena de 40 años por habérsele comprobado vínculos con Amado Carrillo.
Supongo que en una mesa rodeado de tan finas personas la presencia del narco en la vida de Guadalajara equivalía al elefante rosa en la habitación que había que ignorar. Y no solo por seguridad, también por conveniencia: los capos sinaloenses, decididos a afincarse en la ciudad, inundaban los bolsillos de comerciantes y constructores tapatíos esparciendo una burbuja de prosperidad que no se había experimentado en años. Pero el precio a pagar resultó excesivo, tras la violencia inevitable que fue extendiéndose en las calles y se llevó la vida de un cardenal, entre otras muchas. Es la factura que cobra el hecho de no hablar de lo que había que hablar.
Estos días, al repasar la prensa y constatar el despliegue casi monopólico de los temas de inseguridad, justicia y violencia, recordé el extraordinario título de la exhibición de Teresa Margolles en la Bienal de Venecia de 2009, ¿De qué otra cosa podríamos hablar? La obra expuesta por la artista de Ciudad Juárez era un pronunciamiento en contra del silencio hipócrita que imperaba en esos años, en los que Felipe Calderón pedía a los medios que se autorregularan en la publicación de notas sobre la violencia para no dañar la imagen de México en el extranjero; actitud que más tarde Enrique Peña Nieto convertiría en sello de su gobierno. Lo que hizo Margolles fue un acto de resistencia, con una “serie de piezas que abrieron un catéter directo al México rojo. Registros necrogeográficos, levantamientos sonoros y visuales, materiales y telas impregnados con la sangre de víctimas se activan con acciones como el lavado del piso con agua y sangre o el bordado de narcomensajes en las telas.
La línea del catéter se extiende hasta los visitantes: tarjetas para picar cocaína con fotografías de ejecutados se reparten interpelando su participación como consumidores en la economía que sostiene los ríos de sangre. La suntuosidad de esa economía se invoca con joyas realizadas a partir de vidrios recogidos en escenas de ajustes de cuentas”, rezaba una descripción de Alejandra Labastida.
Lo que presentó Margolles no fue bonito o elegante según los cánones vigentes, pero sí muy necesario. Es la misma sensación que hoy provoca la omnipresente información sobre la corrupción de la justicia, la inseguridad y la violencia. Es comprensible que muchos se quejen del efecto que provoca la reiterada exhibición de la nota roja y sus secuelas, pero es imprescindible si queremos comenzar a discutir alternativas para enfrentarlo.
El presidente Andrés Manuel López Obrador se ha subido al debate con una cansina y polémica crítica sobre el papel de los jueces o la política de inseguridad llevada por sus predecesores. Por su parte, la prensa de oposición y en general la comentocracia lo acribilla con cifras espeluznantes sobre la violencia diaria. Sin duda hay exceso por ambas partes; las agendas políticas estiran y descontextualizan los hechos para acomodarlos a sus argumentos.
Y, con todo, eso es mejor que el silencio. Las críticas a los jueces pueden ser demasiado genéricas y a ratos podrían parecer irresponsables, pero no está mal que por fin hayamos comenzado a hablar sobre el asunto. Del otro lado, la militarización de las estrategias del gobierno están sujetas a debate, y con razón por los muchos riesgos que eso implica, pero habrá que reconocer que al menos se está visibilizando e intentando dar forma a lo que desde hace años se venía haciendo de manera irregular.
Desde luego es lamentable que toda esta discusión esté contaminada por los intereses políticos de las partes; muchas de las críticas de uno y otro lado serán injustas, imprecisas, estridentes. Pero las víctimas de cada día, que en cualquier momento podríamos ser cualquiera de nosotros, exigen que en aras de una falsa compostura no volvamos a meter la mugre tras alfombras y cortinas, como se hizo durante tanto tiempo. ¿De qué otra cosa podríamos hablar?