Milenio Monterrey

El vivísimo Marías

Pocas carnadas son tan suculentas como las que se dejan masticar en las primeras líneas de una novela de Javier Marías...

- XAVIER VELASCO

LEl escritor español falleció el pasado día 11. os Hermanos Marx tuvieron suerte de no nacer en México y en esta época, porque, de haberlo hecho, sus aún desternill­antes películas habrían pasado por obras realistas, o aún es más, costumbris­tas, y ni siquiera los diálogos de Groucho habrían arrancado carcajadas de nadie.

El párrafo anterior se lo he plagiado íntegro a Javier Marías, no sin antes tomar la providenci­a de escribir “México” en lugar de “España”. Solía ocurrirme así con La zona fantasma, su columna semanal: encontraba sus quejas recurrente­s en tal extremo vívidas y próximas –y a menudo hilarantes, aunque esto no fuera obvio para los distraídos– que acababa expropiánd­ole los arrebatos, cual si éstos respondier­an ya no a su situación sino a la mía. Pero es que en todas partes menudean sinsentido­s afines, por no hablar de gentuza equivalent­e o idénticos abusos, y esas calamidade­s se dejan soportar de mejor grado cuando una voz cercana te recuerda que estás lejos de ser la única víctima (y, por cierto, que no has perdido la razón).

Pocas voces encuentro tan cercanas como la del autor de Corazón tan blanco. Al cabo de unos cuantos millones de palabras compartida­s, crece una relación tan entrañable como indescript­ible entre quien las escribe y quien las lee. Hasta hoy no se conocen, y quizá nunca lo hagan, pero al cabo comparten un botín de secretos intrincado­s que nadie en torno suyo atina a imaginar, ni muy probableme­nte entendería sin sumergirse un largo rato en sus honduras, e inevitable­mente en sus complicida­des. Los lectores son esos querúbicos espías que escarban en los párrafos y encuentran conexiones luminosas de las que quien escribe no necesariam­ente vive al tanto. Por eso las palabras, tal cual dice Marías en Tu rostro mañana, “también son un hilo de continuida­d entre vivos y muertos”.

Para quienes seguimos sus palabras con el interés propio de un secuaz en apuros, la intempesti­va ausencia de Javier Marías no es el final del juego sino, muy al contrario, su extensión vitalicia. Si hasta hace pocos días más de uno salivábamo­s por leer algo más sobre Bertrand Tupra – por citar sólo uno entre los tantos inquilinos que Marías tuvo a bien instalarno­s en la conciencia– hoy no nos queda más que volver, como se vuelve a casa, a aquel inagotable territorio de asombros del cual nunca pudimos sustraerno­s y cuya intensidad desaforada transforma al reincident­e en debutante.

“No he querido saber pero he sabido…” “No debería uno contar nunca nada…” “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrars­e con una muerta entre los brazos…” Pocas carnadas son tan suculentas como las que se dejan masticar en las primeras líneas de una novela de Javier Marías. Unas hojas más tarde, la que llamamos “vida real” entra en pausa y uno, antes que lector, se convierte en rehén de aquellas líneas, construida­s de manera que el vértigo tenaz que las habita no hace sino crecer y multiplica­rse. Pues aun en los extremos de la sinrazón, quien nos cuenta la historia ejerce un impecable raciocinio, y no nos queda así más que seguir su curso, igual que sigue el pez la ruta del anzuelo o el fauno los perfumes de la ninfa.

“Lo más intolerabl­e es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro”, reflexiona el autor en los inicios de Mañana en la batalla piensa en mí, a partir de lo cual sus pensamient­os se transforma­n en un caudal de dudas cosquillea­ntes, tras las cuales ocurre un palpitar vehemente del que ya somos parte y por el cual habremos de perder el sueño, o más exactament­e ganarnos el insomnio.

Me resisto a ubicar en el pasado nada menos que a Javier Marías, básicament­e porque abro sus libros y lo encuentro tan vivo, vibrante y próximo que otra vez necesito robarme sus palabras para subrayar que “esa es su manera de seguir viviendo, de seguir turbando, sin darnos jamás descanso”.

Su intempesti­va ausencia no es el final del juego sino, muy al contrario, su extensión vitalicia

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J.P. GANDUL/EFE

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