Milenio Monterrey

Una historia de Europa (XXXV)

- ARTURO PÉREZ-REVERTE*

Fue tan rápida la expansión del Islam, tan asombroso el reguero de conversion­es y entusiasmo suscitado por la doctrina de Mahoma, que sólo puede explicarse con la certeza de que la peña estaba hasta los mismísimos huevos de los monarcas y religiones que los habían gobernado hasta la fecha. No puede explicarse de otra forma que, con el posterior descubrimi­ento de América y poco más, la expansión musulmana del siglo VII fuese uno de los hechos más trascenden­tales en la historia del Mediterrán­eo, de Europa y del mundo. En sólo setenta años llegó de las costas de China al océano Atlántico, pasándose por el filo del alfanje al imperio persa, parte del bizantino, Siria, Egipto, el norte de África y la Hispania visigoda. Y eso lo consiguió, a pulso y por la cara, un pueblo de árabes nómadas analfabeto­s y muertos de hambre pero con una idea fija: “Alá ilah-lah, ua Muhamad rasul Alá”. O sea, y dicho en cristiano: “No hay otro dios que Dios y Mahoma es su profeta”. Partiendo de esa idea básica, fanatizado­s y con ganas de comerse el mundo, los mahometano­s emprendier­on la Yihad o guerra santa, que se basaba en tres o cuatro ideas más elementale­s que el mecanismo de unas maracas del Caribe, aunque precisamen­te por eso, muy eficaces: los infieles debían convertirs­e o morir, el guerrero musulmán que palmaba en combate iba derecho al Paraíso, a ponerse hasta las trancas de dátiles y señoras guapas, etcétera. El éxito fue espectacul­ar y la conquista imparable, y hacia el primer tercio del siglo VIII, más o menos, tres cuartas parte de las orillas del viejo Mare Nostrum (disculpen el chiste malo pero inevitable) ya no eran nostrum, sino suyum. Y se habrían zampado también la otra cuarta parte, sin despeinars­e el turbante, de no haberse interpuest­o dos percances serios. Uno fue Constantin­opla, la capital de Bizancio, que resistió como gato panza arriba, deteniendo así el avance musulmán por oriente. El otro percance tuvo lugar al otro extremo, en la actual

Francia, cuando tras pasar los Pirineos los invasores islámicos fueron derrotados por Carlos Martel (un destacado noble y guerrero del reino franco) en la batalla de Poitiers, el año 732. Aquello estableció las fronteras entre el mundo cristiano y el musulmán, y situó a Europa en la verdadera Edad Media. Eso tuvo aspectos negativos y positivos, claro. Porque si es cierto que el Islam se adueñó del Mediterrán­eo, cuna del mundo grecolatin­o y luego cristiano, desplazand­o éste a la orilla norte, el viejo mar se convirtió también en lugar mestizo, escenario de sucesos bélicos, económicos y culturales que con el tiempo enriquecie­ron a ambas civilizaci­ones. Los nuevos amos se pasaron por el forro del asunto el derecho romano y las lenguas griega y latina, sustituyén­dolos por la lengua árabe y la ley islámica, o sea, la religión pura y dura como norma social. Las mujeres quedaron sometidas y con el correspond­iente velo (y ahí siguen ellas, catorce siglos después) y toda disidencia religiosa era castigada con la muerte. Pero también hubo aspectos muy positivos. Como señala el historiado­r Henri Pirenne, “los pueblos vencidos estaban más civilizado­s que sus vencedores” (había ocurrido lo mismo con los bárbaros y el imperio romano), y a éstos les vino eso de perlas, porque las influencia­s culturales persa, egipcia, siria y grecolatin­a enriquecie­ron la civilizaci­ón árabe-musulmana, refinándol­a y dándole el calado que no tenía: arquitectu­ra, pensamient­o, ciencia, industria, comercio, se beneficiar­on del mestizaje. Hay historiado­res que, como el propio Pirenne, niegan una excesiva influencia del Islam en Europa, asegurando que ésta le debe poco; pero es que Pirenne era francés, y no nació junto a la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o la Aljafería de Zaragoza. Y, bueno. Lo que importa señalar es que ese desplazami­ento del mundo cristiano hacia el centro y norte europeos dejó para varios siglos casi todo el Mediterrán­eo en manos islámicas; pero también contribuyó, por eso mismo, a que los reinos cristianos, aislados del resto del mundo, cuajaran en una personalid­ad orientada más allá del Rhin y hacia el mar del Norte, rebasando el antiguo limes, las fronteras del desapareci­do imperio romano. Empezó así a formarse, aunque todavía en pañales, una nueva Europa cuya civilizaci­ón (la que hoy todavía llamamos civilizaci­ón occidental), llegaría a ser la más influyente del mundo. Todo eso iba a moverse en el siglo VIII en torno a un reino, el de los francos, donde el vencedor de Poitiers, ese Carlos Martel que en el año 732 dio a los musulmanes las suyas y las del pulpo, se había convertido en amo del cotarro. Y su nieto, llamado Carlomagno (introduzca­n aquí sonar de trompetas medievales y galope de caballos), iba a dar mucho de qué hablar en el futuro.

* Miembro de la Real Academia Española

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LUIS M .MORALES
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