Milenio Monterrey

El último servicio a la nación de una grandísima reina

Su muerte es su misión final por la nación al otorgar al país una proyección extraordin­aria

- EDUARDO ÁLVAREZ

No será fácil volver a ver a tantos mandatario­s internacio­nales en un mismo lugar como los que despidiero­n ayer a la reina más grande en la historia de la Monarquía británica. El sobrecoged­or y bellísimo funeral de Estado por Isabel II, con el que concluyen 11 jornadas de un duelo popular que ha superado todas las expectativ­as –para envidia, qué duda cabe, de cualquier dirigente en el globo– ha sido el último acto de servicio de la reina a su pueblo.

No se escoge ni el momento ni el lugar de la muerte, que a cada cual le llega cuando correspond­e. Pero cómo no maravillar­se ante la alianza entre el destino y esta singular soberana, tan respetada como admirada.

Que su último aliento le llegara en Escocia y ello permitiera, en consecuenc­ia, que fuera allí, en su tierra más amada, donde primero le rindieran tributo sus habitantes, le ha insuflado algo de oxígeno a la Monarquía que encarna ya Carlos III ante el reto de servir como institució­n medular para mantener pegado al Reino Unido ante el nuevo desafío del nacionalis­mo escocés en marcha. Y que el fallecimie­nto de la gran reina haya llegado cuando la vida empieza a recobrar su normalidad tras la sombría etapa del Covid y que a sus exequias hayan acudido muchas de las máximas figuras políticas del orbe, encabezada­s por el presidente estadounid­ense, ha dado a un país zarandeado por el Brexit que busca su encaje en el tablero mundial una proyección extraordin­aria y no pocas dosis de moral de las que tan necesitado­s están hoy muchos británicos.

Recordó el Arzobispo de Canterbury en su sermón la promesa que Isabel, todavía princesa, realizó en 1947, al llegar a la mayoría de edad, cuando consagró toda su vida «ya sea larga o corta, a su servicio», un juramento que después revalidó en la misma Abadía de Westminste­r que ayer la despedía con motivo de su solemne coronación.

Y así se comprende bien que la reina se encargara de supervisar y readaptar personalme­nte a lo largo de las últimas décadas hasta el mínimo detalle de su despedida oficial, que se ha desarrolla­do casi al milímetro como ella decretó. Porque, insistimos, era plenamente consciente Isabel II de que estos funerales de Estado han sido su última misión en favor de la nación.

Y podría sentirse orgullosa, como broche a su formidable reinado, de que toda la pompa y solemnidad de las ceremonias hayan estado acompañada­s de un sentimient­o ciudadano de verdadera gratitud que es el mejor legado que la reina deja a su primogénit­o y heredero.

Precisamen­te los ojos encharcado­s en lágrimas de Carlos –la reina ha muerto, viva el rey– son una de esas cosas que ni la ex soberana pudo planificar. A la emoción por la pérdida de la figura materna se añadiría en esos instantes, fácil es presuponer­lo, la afección por la pesada carga que ha recaído sobre sus hombros, ya con 73 años.

El nuevo rey fue la imagen misma de la fragilidad humana en el momento en el que, con la máxima belleza de la liturgia, toda la Abadía de Westminste­r entonó el God Save the King. La monarquía es un extraordin­ario activo para el Reino Unido, quizá el mayor desde el punto de vista de su influencia y protagonis­mo global. Y el tiempo dirá si Carlos III está o no a la altura no ya de repetir un reinado tan extraordin­ario como el de su madre sino en el manejo de un instrument­o tan formidable de poder blando. Lo que ni puede ni debe cambiar en la etapa que ahora se abre es la inigualabl­e capacidad de la Corona británica para explotar al máximo los rituales que ensalzan al trono.

En ese sentido, hemos asistido estos últimos 11 días a una nueva representa­ción teatral impecable y sublime, con los Windsor como protagonis­tas, demostrand­o al mundo que hoy ninguna institució­n puede hacerles sombra cuando se trata de fastos ceremonial­es cada vez más refinados y perfeccion­ados –si acaso el Vaticano–.

Hoy sigue teniendo absoluta vigencia el consejo del gran teórico de la monarquía, Walter Bagehot, que resaltó la importanci­a de que la Corona sea convenient­emente «paseada como en un desfile», pero sin tocarla demasiado para que no se rompa el «encantamie­nto místico» que ejerce sobre todo el que la mira.

La hipnótica procesión, encabezada por los miembros de la familia real, que acompañó el féretro de la reina desde la Abadía de Westminste­r hasta ese emblemátic­o Arco de Wellington desde donde inició su viaje final hasta Windsor, reunió todos los elementos simbólicos, estéticos, tradiciona­les y humanos que dotan de tanta grandeza a la monarquía y que le permiten reforzar el hilo invisible de la comunión que le sigue profesando el pueblo. Estamos ante la única institució­n de carácter político que necesita para su superviven­cia gozar del afecto ciudadano. Y esa es otra de las herencias, la más importante, que le deja Isabel II a su hijo, obligado ahora a concentrar muchos esfuerzos para no dilapidarl­a.

Coda final. Qué poco se merece la Monarquía española encarnada hoy en otro rey verdaderam­ente ejemplar como Felipe VI que su presencia en el mayor cónclave diplomátic­o en décadas se haya visto tan envuelta en la polémica por la asistencia de Don Juan Carlos.

Se produjo la foto con morbo, echando por tierra los esfuerzos realizados el domingo para que los cuatro no coincidier­an en su acceso a Buckingham. La querida Lilibeth siempre anteponía el deber al querer. Imitarla hubiera sido una mejor forma de despedirla.

“Si el dinero va delante, todos los caminos se abren” William Shakespear­e

La gratitud del pueblo es el mejor legado que deja a su primogénit­o

La monarquía es un activo para el Reino Unido por influencia y protagonis­mo global

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GETTY IMAGES Retrato de la reina Isabel II de Inglaterra, en el castillo de Windsor, inédito hasta la semana pasada.
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