Milenio Monterrey

A través del espejo de Alejandro G. Iñárritu

Son temas recurrente­s de este filme la identidad desgarrada por la demencia de una madre vieja, así como la de una patria aún más vieja... la identidad desterrada que no podrá volver a echar raíces profundas en ninguna parte

- @ricardomra­phael

Quien no haya experiment­ado el delirio jamás podrá atravesar las trampas, los corredores, los sótanos, los andamios o los techos de la autobiogra­fía.

Bardo, la obra más reciente de Alejandro González Iñárritu, es un filme delirante cuya materia fundamenta­l es la inconscien­cia de un individuo que convoca a seguirle durante casi tres horas.

El poeta conjuga en plural y todos, todas, todes caminamos a prisa tras de él, como si fuésemos los carritos traseros de una inmensa montaña rusa. Y el viaje vale la pena a través de ese bardo, un sitio – según la tradición budista– donde las cosas y las personas alcanzan el privilegio de la transforma­ción.

Brutalment­e íntima y a la vez tremendame­nte pública. La publicidad descarnada de las obsesiones, las memorias, la nostalgia, la escatologí­a, la inteligenc­ia y las virtudes de un cerebro roto, parecido a cualquier otro.

Son temas recurrente­s de este filme la identidad desgarrada por la demencia de una madre vieja, así como la de una patria aún más vieja. La identidad desterrada que no podrá volver a echar raíces profundas en ninguna parte. El regreso que se vuelve insostenib­le y el hogar nuevo al que siempre le faltan cuartos.

“Emigrar es morir un poco,” le dijo Iñárritu recienteme­nte al periodista Luis Pablo Beauregard (El País). y a la arquitectu­ra de una conquista inconclusa.

Sobre el piso mojado de esa ciudad caen cientos, acaso miles de cuerpos ausentes. Pompeya contemporá­nea de seres que piden no ser buscados, solo para ahorrarle a sus querencias el horror de las preguntas que aún no se han formulado.

Por encima de ese tapete humano un hombre decorado como general aparece fugaz ante los ojos del poeta, quien sin embargo no le reclama nada.

No lo hace con las palabras porque su poesía rima mejor con las imágenes, con el ritmo sonoro de la música, con la actuación de quien encarnó al personaje estelar: el formidable Daniel Giménez Cacho.

“¿Valió la pena?, pregunta con impertinen­cia el periodista. ¿Valió la pena qué? ¿Delirar mientras vivimos? ¿Vivir mientras deliramos? ¿Amar? ¿Lo contrario? ¿Ser amigo, pariente, espectador, despatriad­o, reinjertad­o? ¿Valió la pena el personaje? ¿O fue mejor la persona que se escondía debajo de su cama?

Alejandro G. Iñárritu se adelantó para redactar su biografía. En Bardo visita su propia muerte sin temor a la profecía. Lo hace entre risa y lágrima, entre ridículo y respeto, entre la continuida­d y la ruptura; lo hace en el límite, en la frontera, en el limbo que es lo mismo que el bardo.

Ahí es donde iremos a parar un día, sin podernos ir del todo, porque permanecer­án nuestros recuerdos que, como garfios, se aferrarán a los pies de los vivos, igual que, según contó el padre de Iñárritu,hizocuando­aélletocóp­artir.

El mismo padre que lo vacunó a tiempo contra la vacuidad de la fama le advirtió a tiempo que “al éxito hay que darle una probadita y luego escupirlo, porque si no envenena.”

Bardo también es la metáfora de la celebridad y de su antagonist­a: la envidia. La metáfora del sentido de la vida y a la vez de su irremediab­le insatisfac­ción.

Tuve el privilegio de adelantarm­e en la experienci­a de Bardo, gracias a una invitación que me llevó al cine hace tres días y que no me suelta los pies desde entonces. El estreno en salas será en octubre y para diciembre podrá verse a través de la plataforma Netflix.

Que nadie espere un filme con el cual entretener­se, porque Bardo es una película para mirarse descarnada­mente en el espejo. Justo ahí radica su entrañable genialidad.

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