Aragonès liquida el ‘procés’ de Mas e impulsa el ‘procés’ de ERC
El calendario, a veces, juega caprichosamente con el presente y el pasado. Una década después del inicio del procés, a las puertas de la celebración del quinto aniversario del 1-O y cuando se cumplen 45 años de la restauración de la Generalitat con Josep Tarradellas como presidente –que unió el legado republicano con la democracia restaurada por la monarquía parlamentaria–, ERC ha decidido liquidar el proyecto de ruptura unilateral con el Estado que inició el convergente Artur Mas en 2012.
No para regresar al statu quo autonomista, al que da por dinamitado desde la sentencia del Estatut del 2010, sino para sustituir al viejo procés por uno nuevo «a la escocesa». Más gradualista, más sutil, más peligroso para la integridad territorial de España, y cuyos tiempos los controle libre de tutelas Pere Aragonès.
Un burócrata del nacionalismo, heredero de una acaudalada saga familiar, que descubrió tener el instinto asesino que atesoran los líderes políticos cuando le tocó, por descarte, ocupar la presidencia de la Generalitat.
Cargo desde el que ha decidido materializar el sueño húmedo de todos los dirigentes republicanos que le precedieron y de la trabucaire militancia de ERC desde hace cuatro décadas: apuñalar mortalmente a los convergentes. Ese espacio de corrupción política y económica construido por Jordi Pujol y que ha tratado siempre a Esquerra como al mayordomo bobalicón de la casa pairal. Útil para los recados de urgencia, como también para tomarle el pelo cuando interese.
La destitución como vicepresidente del (ejem) peculiar Jordi Puigneró –el hombre que prometió enviar a un catalán a la luna–, ha sido la inesperada represalia de Aragonès a la moción de confianza planteada a traición por JxCat en el debate de política general. Una deslealtad para con el presidente de la Generalitat que ha acelerado el desenlace de una guerra entre nacionalistas, cuya primera escaramuza fue la expulsión de JxCat de la mesa bilateral con el Gobierno, y que es ajena a cualquier debate ideológico.
Simplemente, el pulso mafioso entre dos clanes mal avenidos que aspiran a controlar en exclusiva el pastizal de dinero público de la Generalitat y las posibilidades de prebendas, ayudas, favores y chanchullos que permite el generoso autogobierno. Si el procés iniciado en 2012 por Mas, Oriol Pujol, Germà Gordó y David Madí pretendía originalmente con su embate al Estado, antes de que este grupo bautizado como «los talibanes» sucumbiera al poder de la masa (callejera), multiplicar el dinero y las competencias autonómicas bajo su control, ahora ERC y JxCat se despedazan por las migajas de aquel sueño secesionista. Derrotado por el Estado de Derecho con el fugaz 155 y la posterior sentencia del Tribunal Supremo.
Acaben los consejeros de JxCat permaneciendo unos cuantos meses más en el Govern, para conservar el sueldo (23 millones) de sus centenares de altos cargos, o se larguen la próxima semana, continuará su curso el proceso de sustitución de una vieja casta gobernante (la convergente y su mutación de JxCat) por otra casta emergente (ERC) y que tiene detrás dos apoyos decisivos: el de la Moncloa, cuyos votos republicanos en el Congreso son imprescindibles para la supervivencia de Pedro Sánchez, y el de una oligarquía catalana que, tras el fracaso de la Operación Salvador Illa en las elecciones de 2021, ha decidido apostar por Aragonès como garantía de estabilidad política, jurídica y económica. El «héroe de la retirada» que el nacionalismo catalán más pragmático reclamaba desde el 2018, para escapar incólume de la ruina y tapar su responsabilidad en el golpe de 2017.
El director de La Vanguardia, Jordi Juan, buen conocedor del sentir del establishment catalán y del latir de Moncloa, bendecía en su artículo del pasado jueves la ruptura de la coalición independentista: «Por el bien de los ciudadanos de Cataluña que representan, lo mejor es que acaben con esta larga agonía y se ponga punto final a la comedia: que unos se dediquen y otros se centren a trabajar desde la oposición».
Palabras que certifican la nueva etapa en ciernes. Aunque resulte paradójico que un partido con el ADN revolucionario como ERC, origen de las principales crisis que sacudieron a los gobiernos tripartitos presididos por Pasqual Maragall y José Montilla –«no son de fiar», se lamentaban los socialistas catalanes entonces–, haya convencido a las elites catalanas de que al añorado oasis catalán de Pujol solo se puede regresar de su mano.
Es en este travestismo táctico de ERC para aparentar ser en un partido «serio y de gestión» en el que se debe enmarcar la renuncia republicana a la vía unilateral. La oferta de Aragonès de un «pacto de claridad» con el Gobierno de turno para celebrar un referéndum legal, posición que deslegitima de facto la vigencia del referéndum del 1-O y el discurso unilateralista de Puigdemont y la ANC, es la manera con la que ERC aleja unos años el escenario insurreccional. Respondiendo a las necesidades coyunturales de Sánchez y al interés de la frívola burguesía catalana.
A cambio de congelar un tiempo la demanda independentista y la tentación de algarada callejera, hasta construir un apoyo social que desborde el Estado, ERC exige su ayuda en Barcelona, Madrid y Bruselas de estos poderes para liquidar políticamente a JxCat.