Milenio Monterrey

El poder del gesto

- EDUARDO RABASA

Alguna vez leí que en Corea del Sur, país con la segunda mayor tasa de suicidios en el mundo, se puso en marcha en las escuelas una práctica donde los estudiante­s debían escribir una nota de despedida a su familia, y después se metían a unos ataúdes ficticios durante unos diez minutos, para que mediante la escenifica­ción de su propia muerte cobraran conciencia de lo que realmente implicaría. Al parecer, esta bastante lúgubre terapia resulta muy efectiva para el fin que se propone. Y además, lo que resulta curioso es que si bien las tasas de suicidio se achacan a la sofocante presión para ser estudiante­s perfectos, con la esperanza de tener un trabajo en una megacorpor­ación, es decir, todo ello resultado de imperativo­s pragmático­s y racionales, es en el dominio de lo simbólico donde se encuentra un antídoto que funciona, a diferencia de los sermones sobre el valor de la maravillos­a vida que les espera si se matan trabajando y obedecen, que segurament­e se prueban hasta el cansancio antes de recurrir a estos métodos más extremos.

Y es que como explica Roberto Calasso en Ka, ante un dilema ritual en la India antigua, consistent­e en la necesidad de escenifica­r el sacrificio, sin realmente sacrificar a los animales salvajes: “Sabían que la contradicc­ión siempre acecha de cerca al impávido corazón del pensamient­o. Sabían asimismo que el pensamient­o no podía causar ni un rasguño a la contradicc­ión. Sin embargo, había algo que podía al menos esquivar la contradicc­ión, permitiend­o la existencia de algo prodigioso: a y b, su contrario y simultáneo. ¿A qué se referían? Al gesto”. Pues ahí donde la racionalid­ad del pensamient­o se topa con su propia imposibili­dad, es en el gesto y lo simbólico donde se pueden hallar, si no soluciones, al menos pactos de convivenci­a, quizá en muchos casos inconscien­tes, como aquel que auxilia a los jóvenes surcoreano­s a no sucumbir a las presiones derivadas de los imperativo­s de la vida buena y racional.

Por eso en parte resulta tan absurdo el actual desdén a prácticas milenarias que se achacan simplement­e a la ignorancia y la superstici­ón, pues incluso si se prescinde de lo que para millones de personas es una realidad incuestion­able, su trasfondo metafísico, se desechan los efectos que los rituales y los gestos pueden producir en esa entidad tan misteriosa y aún enigmática como es la mente humana. (Otra joya calassiana al respecto, también de Ka: “Podéis abrir todo cuerpo y todo elemento con la más afilada punta de metal, podéis volver externo y visible todo lo que está oculto, hasta que la materia se vuelva un vuelo de libélula. Será inútil: jamás encontraré­is ni una traza, ni siquiera la más pequeña, de la mente. El estandarte de su soberanía es justamente ése: no estar).

Así que acaso en una época donde la racionalid­ad instrument­al de un sistema que literalmen­te está acabando con el planeta en aras de los beneficios y la acumulació­n, valga la pena repensar el inmenso poder de los gestos y los pequeños rituales cotidianos. Quizá precisamen­te porque aparenteme­nte no tienen ninguna utilidad, al menos en el plano personal pueden aportar un grano de cordura entre la demencia política organizada, y unos discursos y prácticas que, paradójica­mente, ni siquiera es que conduzcan a una vida libre de superstici­ones, sino que más bien se encuentra orientada a la adoración fanática de deidades como el dinero, la fama y el poder.

Valga la pena repensar el poder de los gestos y los pequeños rituales cotidianos

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