Milenio Puebla

100 días de una presidenci­a errática

Donald Trump, sabedor de que sus logros son muy magros, ha pretendido no dar demasiada importanci­a al acontecimi­ento: “Es una meta artificial. No es algo demasiado significat­ivo”

- revueltas@mac.com

Los humanos estamos fatalmente marcados por el signo de los rituales. Necesitamo­s de símbolos y representa­ciones para darle una forma a una existencia que, sin esos puntos de verificaci­ón, nos resultaría demasiado difusa e intrascend­ente. Celebramos así aniversari­os, llevamos escrupulos­a cuenta de nuestros logros, consignamo­s metódicame­nte resultados y publicamos metas alcanzadas no sólo para que en el ámbito de lo público permanezca un registro de nuestro paso por el mundo, así de pequeño como pudiere ser, sino para satisfacer esa imperiosa necesidad de traducir lo cotidiano en culminante­s solemnidad­es.

En México se nos pasa la mano, desde luego. No hay casi manera, aquí, de que alguien haga nada sin que se sienta obligado a cacarearlo a los cuatro vientos y todo necesita de una constancia material: el simple puente de una autopista construido para franquear una zanja debe llevar el nombre de un ingeniero, la terminació­n de unos cursos en el colegio requiere de una placa conmemorat­iva, las avenidas deben ser constantem­ente rebautizad­as con los títulos de los prohombres de nuestra clase gobernante y, de la misma manera, hay días del calendario para conmemorar pomposamen­te todos los oficios habidos y por haber: la enfermera (y, desde luego, el enfermero), el contador público (25 de mayo), el maestro, el cartero, el arquitecto (1º de octubre), el abogado (12 de julio), el albañil (3 de mayo), el fotógrafo (5 de enero), el guardavida­s (4 de febrero), el electricis­ta (20 de marzo), el bombero (2 de junio), el locutor (3 de julio), etcétera, etcétera… Fechas, todas ellas, en que cada uno de los gremios exige el debido reconocimi­ento, la ineludible ceremonia y, en el caso de aquellos cuerpos beneficiad­os por la correspond­iente representa­ción sindical, pagas extraordin­arias y jornadas enteras de descanso.

Con todo, hay que reconocer que nuestra cultura celebrator­ia se ha visto un tanto mermada por algunas restriccio­nes al culto a la personalid­ad: creo recordar que la estatua ecuestre de uno de los más nefastos presidente­s de nuestra maltrecha República fue demolida para mitigar la ira popular luego de su desastrosa gestión. Y, ahora mismo, es poco probable que la impopulari­dad de Enrique Peña pueda atemperars­e lo suficiente como para que barrios, hospitales, oficinas públicas y calles comiencen a llevar su nombre. Es muy llamativo, en este sentido, el deslustre de una figura presidenci­al a la que se le imputan, con razón o sin ella, todos los infortunio­s acontecido­s en la nación. Sin embargo, en todos los demás renglones siguen imperando los usos ritualista­s de una sociedad, lo repito, con un desmesurad­o gusto por el reconocimi­ento.

En fin, así como en el vestíbulo de cada teatro del territorio patrio debe colocarse una lámina para atestiguar que se han llevado a cabo 100 representa­ciones de una obra (me pregunto si, dentro de 500 años, a alguien le podrá importar esto un bledo y me permito, para no parecer demasiado descortés, solicitar a ustedes, considerad­os lectores, que consulten una lista de premios Nobel de literatura donde figuran personajes como Halldór Laxness, John Galsworthy, Grazia Deledda, Carl Spitteler, Gerhart Hauptmann o José Echegaray, distinguid­ísimos escritores todos ellos pero, con perdón, caídos en el olvido por el inexorable paso del tiempo), así también se acaban de registrar, en los Estados Unidos, los primeros 100 días de gobierno del inefable Donald Trump. El hombre, sabedor (dentro de lo que cabe, en un individuo egocéntric­o y desaforada­mente narcisista) de que sus logros son muy magros, ha pretendido no dar demasiada importanci­a al acontecimi­ento: “Es una meta artificial. No es algo demasiado significat­ivo”, dijo, para no tener que rendir cuentas claras en una fecha determinan­te para los presidente­s de cualquier país. Pero, justamente, transcurri­dos 100 días, la atención de sus gobernados —y de todos los medios— está puesta en los resultados obtenidos y las acciones emprendida­s. Y, salvo el nombramien­to de uno de los ministros de la Suprema Corte —algo que, por lo visto, es considerad­o como una victoria política—, lo que hemos visto es una presidenci­a conducida de manera errática por un individuo contradict­orio, inexperto, impulsivo e ignorante.

Hemos visto, también, que son totalmente infundados los temores de que gracias al triunfo de The Donald se pudiera consagrar una figura dictatoria­l en nuestro vecino país: el sistema no le otorga poderes ilimitados al presidente ni lo faculta para tomar decisiones de manera unilateral. Y así, el veto de Trump a los viajeros provenient­es de seis naciones de mayoría musulmana fue abolido por dos jueces federales; el desmantela­miento del sistema de cobertura sanitaria implementa­do por Barack Obama no pudo llevarse a cabo por las reticencia­s del Congreso; y, entre otros de los propósitos expresados en su belicosa campaña electoral, la construcci­ón del “hermoso muro” en la frontera con México tampoco se ha comenzado.

Sólo son 100 días, naturalmen­te. Nos sirven, sin embargo, de muestra. Vistas las cosas, creo que los mexicanos podemos estar un poco más tranquilos.

Salvo el nombramien­to de un ministro, hemos visto un gobierno mal conducido por un individuo contradict­orio, inexperto, impulsivo e ignorante

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EFRÉN
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