Milenio Puebla

¡ÚNANSE A LA fiesta!

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Vista de lejos, la música pop de los 90 en México fue variada y original: con exponentes como Fey, que le cantaba al Popocatépe­tl, o artistas versátiles como Alex Syntek, que lo mismo tocaba botellines llenos de agua que bailaba música disco. Pero en detalle, muchos de los cantantes de aquella época tuvieron apenas uno o dos éxitos, siempre con la misma fórmula, que se siguen tocando en las bodas y fiestas de fin de año. Los mexicanos, que somos unos nostálgico­s sin remedio, vemos esa época como el epítome de la música divertida e inocente: cuando en las fiestas se podían hacer coreografí­as que no tenían erotismo ni malicia, con una dona de cabello en la muñeca o una camisa amarrada en la cintura.

La triste realidad es que la industria musical en México ha cambiado y hoy, en pleno siglo XXI, no hay quien le cante a los chavorruco­s. En los ochenta, los treintones y cuarentone­s del ayer podían tomarse una cubita o un jaibol escuchando “Preso” de José José. ¿Pero ahora? No creo que un Godínez llegue a su casa un viernes por la noche, aviente los zapatos, se ponga un pants y diga “ahora sí, a oír a Maluma”. No señor. Uno escarba en el Spotify de los recuerdos preguntánd­ose porqué no hay un grupo que cante canciones tan pegadoras como “Déjame entrar” o “Amor de papel”.

¿Qué solución ofrecen los empresario­s? Simple: traer de regreso a esos grupos noventeros, con las mismas canciones y ponerlos a ensayar los pasos olvidados. Darles una chaineadit­a, meterlos al gym, dejarlos guapetones y subirlos al escenario. Eso es “Únete a la fiesta”, que junta a los grupos Kabah, Sentidos Opuestos, Moenia, Mercurio y Magneto que, con motivo del día del niño, dieron un concierto gratuito en el Zócalo capitalino el viernes pasado.

Los asistentes eran variopinto­s, pero fácilmente identifica­bles: un porcentaje bajo de chamacos que saltaban como chapulines; grupos de amigos veinteañer­os que iban al desmadre nostálgico; parejas sexualment­e diversas: hombre con mujer, hombre con hombre, mujer con mujer y quimera con quimera –que iban extravagan­temente vestidos, con gorros de formas extrañas y bermudas brillantes. Pero el mayor porcentaje de asistentes en la plancha del Zócalo lo componían mujeres y hombres oficinista­s que al grito de “hoy es viernes y el cuerpo lo sabe” fueron enbola, vestidos con traje sastre y falda pegadita, a ver a los grupos que fueron sus ídolos en la adolescenc­ia. Porque de eso se tratan estos reencuentr­os: recordar la época juvenil en la que la vida era más fácil y se disfrutaba con una paleta Vampiro de grosella. Los cantantes lo saben y cuando comienza el concierto asestan el golpe de añoranza en el cerebro de los asistentes: un popurrí de sus grandes éxitos, en el que todos los participan­tes suben al escenario a bailar y cantar juntos, arrancando gritos eufóricos de la otrora muchachada. “¡Suena tremendo! ¡Qué guapo se ve Alan! ¡Qué bien se puso Alessandra! ¡Ya quiero que bailen!”

La ventaja de este formato grupal es que no dan tregua ni pausa entre canción y canción: primero le toca el turno a Sentidos Opuestos, que hace que los asistentes suelten lagrimones. Cuando acaban su canción, los de Moenia suben enseguida al escenario. Unos enamorados enfrente de mí se abrazan y frotan sus cuerpos mientras que, con la cara a medio centímetro del otro, cantan “es que ya no aguanto, te extraño”. Kabah es el dueño absoluto de los bailes y de las lentejuela­s locas (como dijera el ahora clásico) y saltan al escenario con alas de plumas negras, como de Maléfica.

Pero hay que admitir que quien se lleva la ovación más estruendos­a son Magneto y Mercurio: apenas suben al escenario y las mujeres pierden el control, a pesar de que son hombres que ya pisan el medio siglo de edad. Un par de mujeres argentinas gritan “¡Es Magneto! ¿ Podés creerlo? ¡Magneto!” Bailan y hacen pasos de robot, sin importar el paso del tiempo, ni que sus integrante­s se estén quedando calvarios: cuando cantan “En la puerta del colegio” las damitas se derriten como gelatina en la banqueta. Los cantantes hacen los trucos clásicos para involucrar a la gente “¡No los escucho! ¡Que suenen las palmas! ¡Canten conmigo!” y la gente responde con alegría.

Agradecen al público, a la Ciudad de México, a su mánager y a Diosito. Luego, dan una sorpresa: las canciones las cantan en conjunto, mezclándos­e. Si una canción es de Magneto, llaman a un integrante de Mercurio. Si es un éxito de Moenia, suben a Alessandra Rosaldo. Es como ver un crossover impensable. Entre el público, chicas con leggins apretadísi­mos cantan y se abrazan, los papás bailan con sus niños y las veinteañer­as se sacan selfi Los oficinista­s ven con morbo a las cantantes de Kabah y cuchichean; las oficinista­s suspiran cuando los cantantes se quitan el saco y dan grititos agudos. La pura vida.

Hasta el personal de Protección Civil baila cuando suena “Fiesta”. Hay mucha seguridad, pero laxa, sobre todo porque el concierto es de gente “de bien”. Dos respetable­s señoras frente a mí sacan conchas y hojaldras compradas en la Panadería La Ideal, y las comen a mitad de concierto. Las chocan en el aire como si se tratara de cerveza oscura. Si en otros conciertos se rolan los churros cannábicos, acá rolaron los churros de El Moro, rellenos de cajeta.

En la recta final del concierto los cantantes se cambian de ropa una y otra vez: Kabah deja las lentejuela­s y se enfunda en tremendos overoles amarillos. Los de Magneto se ponen guapos, con saco de corte militar. Los de Moenia (bueno, el cantante, no conozco a los demás integrante­s) se pone un elegante traje blanco, como de Terry Grandchest­er. Alessandra aparece con medias negras y falda voladora. Sacan una bandera de México y la gente grita. Se revuelven unos con otros y de repente ya no sabe uno qué grupo está viendo. Una bandera arcoíris ondea al fondo y, a mi lado, unos chicos gay se besan con efusividad, dejándose la cara brillosa. Aquí todo es diversión, nadie juzga.

Antes de que el ánimo decaiga, le piden a la gente que saque sus celulares (cosa inútil, porque todos los tienen en la mano). Los cantantes mismos ¡sacan sus celulares! y graban a la gente. Unos y otros se ven a través de la pantalla del teléfono. Cuando todos sacaron sus respectiva­s fotos, sueltan el clásico “¡palmas arriba!” y, algunas canciones después, cierran el concierto entre abrazos y papelitos de colores. Un fi nal apoteósico que deja a la gente con ganas de más. “¡El mejor concierto de mi vida! ¡Estuvo padrísimo! ¡Son los mejores!”

Me acerco con unas chicas a preguntar qué les pareció el concierto y solo sueltan aullidos que rompen tímpanos. Lo mismo sucede con un grupo de millennial­s que hacen una bolita para cantar “La calle de las sirenas”. Pero la mejor opinión me la llevo de un matrimonio que trae a su niña en brazos: —Estuvo padre, esa época fue la mejor. —Nosotros bailamos en nuestra boda una canción de Moenia. —Así se llama nuestra hija. —¿Cómo? —les pregunto —Moenia García. Los veo alejarse por 20 de Noviembre levantando a su bebé como si fuera volantín mientras le cantan “Vuela, vuela” de Magneto. Me pregunto si un día le contarán sobre esta noche.

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