Milenio Puebla

La cola del serafín

Nada tan sospechoso, por ejemplo, como la caridad indiscreta o la misericord­ia con megáfono. Hacerse ver magnánimo y confiable puede ser muy bonito, pero lo mismo hará quien persiga los fines más aviesos y busque camuflaje a la medida

- XAVIER VELASCO

Quienes se hacen con el prestigio de beatíficos tienen, la usen o no, una licencia abierta para ejercer la infamia sin cortapisas

Hace ya varios días que me topé, en la primera plana de este diario con una imagen, cándida en apariencia, que sin embargo me estrujó el pensamient­o. Sonreía a la cámara cierto obispo de ojos vivarachos y una mueca entre bondadosa y divertida, pues he aquí que marchaba en una procesión y traía prendidas en la espalda, junto con varios niños, unas coquetas alas de angelito.

Me habría gustado sonreír con él, como suelen hacer las almas buenas cuando ven una foto de esta clase. Inocente, graciosa, bonachona. Infelizmen­te, no sólo dudo mucho de contar a la mía entre tan puras ánimas, sino que encima suelo desconfiar de quienes ante propios y extraños se procuran la fama de benévolos. Nada tan sospechoso, por ejemplo, como la caridad indiscreta o la misericord­ia con megáfono. Hacerse ver magnánimo y confiable puede ser muy bonito, pero lo mismo hará quien persiga los fi nes más aviesos y busque camuflaje a la medida.

¿Exagero, tal vez? Fue eso lo que pensé, para tranquilid­ad de mi conciencia, tras varios días de volver a la foto y observar esas alas inocentes. Me inquietaba, no obstante, ponerme en el pellejo de esos niños al lado del religioso. A su edad, uno sabe que no es precisamen­te el ángel que presumen sus mayores. Luego va al catecismo y ahí aprende cuáles son sus pecados, así como la urgencia espiritual de contárselo­s a un señor de sotana que asume puro y bueno por necesidad. Es decir que si uno, pequeño pecador, no merece las alas que le han puesto, al padrecito le quedan pintadas. ¿Qué duda cabe de que, llegada su hora, el del diminutivo venerable se irá volando al Cielo con todo y santos hábitos?

Trabajar en favor de los desvalidos, como diría el difunto Néstor Kirchner, otorga ciertos fueros y salvocondu­ctos. Tantos y eventualme­nte tan auspicioso­s que la sola sospecha en sentido contrario se interpreta al instante como canallada. Quienes se hacen con el prestigio de beatíficos tienen, la usen o no, una licencia abierta para ejercer la infamia sin cortapisas. Piadosamen­te, claro. Malas noticias para los desvalidos.

“Soy una persona buena que ha entregado su vida a Dios”, recién ha declarado la religiosa Kosaka Kumiko, acusada por la justicia argentina de asistir y encubrir a una banda de curas pederastas, con los que laboró por seis años en el Instituto Antonio Próvolo de la provincia de Mendoza, especializ­ado en la atención y formación de niños sordos. Según han confirmado víctimas y testigos, la monja comedida y servicial selecciona­ba a los niños más dóciles —tras un tiempo de golpes y maltratos— para entregarlo­s a sus violadores y conducirlo­s a la “Casa de Dios”, que era como nombraban la mazmorra donde se practicaba por la fuerza el sexo oral y anal, entre otras abyeccione­s y vilezas contra las que no había defensa concebible.

En una de las fotos que hoy inundan la página roja, la hermana japonesa que llegó hace diez años al Cono Sur para entregar su vida al servicio de Dios aparece sonriente y vestida de blanco ante la cámara, con las palmas abiertas, una aureola alambre y escarcha sintética, y en la espalda las clásicas alitas de cartón. Irreprocha­blemente encantador­a. ¿Quién se habría atrevido a imaginar a ese ánrealidad gel de bondad cubriendo con pañales pudorosos las lesiones sangrantes de las víctimas? ¿Quién se figura a un niño más desvalido?

La sordera no implica necesariam­ente, como suele creerse, vivir inmerso un silencio absoluto. A menudo, está llena de ruidos, estruendos y zumbidos incontrola­bles. Imaginemos, pues, la clase de barahúnda que ocurre en la cabeza de un niño sometido a esas iniquidade­s infernales, a manos de los buenos de la historia, cuyas voces no hablan sino de Dios y su misericord­ia, y de las que se asume —más todavía en la aquiescent­e infancia— que tienen el camino allanado al Edén.

“Cuídate de los buenos...”, decía mi abuela que aconsejaba Dios a los mortales. No acabo de entender cómo o por qué quienes hablan en nombre del Padre, el Pueblo o la bondad en sí están por eso libres de sospecha, tanto así que sus fieles y partidario­s vibran de indignació­n ante cualquier amago de cuestionam­iento. Menos aún me cabe en la cabeza que quienes tienen niños a su cargo vivan inmunes, por sus puros hábitos, al estricto control de Estado y sociedad.

El espectácul­o de un cura con alas debería ser impropio para niños, toda vez que alimenta y respalda fantasías peligrosas, fáciles de creer cuando aún no puede uno valerse por sí mismo y tiende a respetar la autoridad implícita de sus mayores, no digamos si visten de sotana y hablan de Dios con una familiarid­ad que por igual conforta o espeluzna.

Dudo que exista el diablo del que tanto nos hablan los sermones, pero si yo fuera él no saldría del averno sin unas buenas alas en la espalda. No vuelan, pero ayudan.

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NICOLAS GALUYA/EFE La monja Kosaka Kumiko, detenida por reclutar niños para curas pederastas.
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