Milenio Puebla

Alegría esa noche. Rabia, solo consigue enfadarse más al ver esas caras sonrientes, absurdas, algo lo separa de todos. Nunca sabe si está bien o mal, ¿alguien lo sabe?, deseaba con todas sus fuerzas apostar por el futuro

Una explosión de

- SeñoritaVo­dka

Desconfiad­o, los traidores siempre lo son. Creció en él un lago solitario y silencioso. Todos los días se arrastra al otro extremo de sus pensamient­os para comprobar que solo es otro día. No existe ninguno igual a él. Se odia, ¿qué sería de las personas sin una reserva de odio? Imagina la vida de los matrimonio­s soportándo­se en lunes por la noche frente a un plato. Visualiza la soledad de hombres y mujeres que sobrevalor­an el sexo, ¿no tienen algo mejor que ofrecer? Esas mujeres se quedan llamando por teléfono a alguna amiga con la misma suerte, los hombres beben desesperad­amente sin atreverse a marcar. Una carcajada estalla por dentro cuando huele la vida de los que odian estar solos. necesita algo estaré observándo­lo, espero saber si necesita algo, al menos intuir,siconsider­aquenosé loqueusted­podríanece­sitar, basta con que agite la mano en el aire. Le parecía estúpida la forma en que las personas juzgaban las apariencia­s. ¿Por qué no decían nada del coreano? ¿Del chico filipino que trapeaba el piso? ¿De la anciana sucia que cuidaba el baño? ¿Por qué no comentaban nada de las personas que no eran torpes? Las personas sentían lástima por las personas sin habilidade­s. Se imagina despidiend­o a empleados incompeten­tes. Sentía pena al verlos, pagaban propinas altas a un intento de mesero que derramaba el té, que les traía chow fan de res en lugar de camarón. Pagaban por un servicio asqueroso. Nadie se quejaba de los torpes. Un mundo compasivo con los idiotas. Bares, restaurant­es y negocios atendidos por sirvientes altaneros que menospreci­an su trabajo, haciéndole sentir al cliente que hacen un favor. Detestaba a las personas a medias, no las soportaba.

Sentía interés por las personas sin disfraces, encontraba belleza en todo lo que era diferente a él. Le molestaba que lo considerar­an extranjero. Rubio rojizo por azar, los ojos verdes eran un accidente, nadie sabe en qué cuerpo nacerá, nadie elige su rostro, hasta las cirugías plásticas son caprichosa­s en los resultados. Siempre quiso tener ojos oscuros. Avenida Revolución brilla. Al terminar el turno está demasiado cansado, aborda un taxi. La sombra de su infancia ronda desde hace tiempo. Comió empanadas rusas los últimos tres días. El quiosco morisco le pareció más pequeño, las cosas se ven diferentes ahora. Estuvo mirando una jauría de perros callejeros, eran ocho perros de todos tamaños, de pelambre descuidado, algunos con mirada tierna, otros más siniestros. Se apostaban dando rondines afuera del local de empanadas rusas. Algunas personas arrojaban pedazos de empanadas, ellos sólo comían las sobras con carne. Descubrió que un perro callejero podía tener clase, cualquiera de esos perros podía distinguir entre carne y mermelada barata. A él le gustaba sentarse a comer empanadas rusas en las bancas del parque, no le gustaba quedarse en el local por mucho tiempo, las caras de las personas comiendo, le desagradab­an. Una música de piano estalló dentro, eran solo recuerdos de recuerdos, fantasmas de fantasmas, gastadas sinfonías que deseaba que no hubieran existido. Recordó su casa, el piano era un instrument­o de tortura enclavado en medio de la estancia. Ya no tocaba, lo había dejado a los 12 años. Un desgarre muscular en los brazos, dedos, antebrazo tendones, músculos, jirones, lenta y dolorosa recuperaci­ón, 12 horas de estar sentado terminaron por arruinarlo, el piano se convirtió en una obsesión tras la muerte de ella. Demasiados recuerdos. Los ojos se humedecen. Quiso limpiarse, no encontró más que su orgullo. Bajó del taxi antes de llegar a casa, el cansancio desaparece entre una confusa serie de pensamient­os. Algo llamó su atención, miró la luz que se filtraba por las escaleras de ese edificio oscuro por dentro, blanco por fuera. La luz hacía figuras siniestras, tristes. Una voz lo despertó de la contemplac­ión en la que estaba sumido. Era una voz que no conocía. No levantó la mirada, pocas veces le gustaba mirar a los ojos a las personas. Esa voz le preguntaba si le ocurría algo, no supo que contestar, lo único que pudo hacer fue reír, levantó la mirada, ese rostro le pareció duro, sintió un poco de miedo, no lo demostró. Exiliado de él. Huir es morir. Avanzó sin detenerse, llegó a su piso, una habitación triste que huele a sudor de animal acorralado. Insomnio. Logra dormir unas horas, despierta. Tiene la cara hinchada por el alcohol, son las dos de la tarde, enciende la tornamesa, un disco de Little Walter. Pasa hielo sobre el rostro. Una camisa malva, se unta una colonia con notas de cedro, sale con la sensación de ser otra persona. Turno nocturno. Llegó temprano. Herido de su pasado, juega con los tenedores mientras espera el cambio de empleados. Nadie le pregunta nada, no tiene amigos, llegar, refugiarse en el trabajo, marcharse. Sad hours, la armónica de Little Walter no se aleja. Derrama té de jazmín en tres mesas, los clientes amables no protestan. Le enfurece, sueña con clientes que le arrojan la propina en la cara, clientes que estrellan platos de comida que no es de su agrado, clientes que no lo miran como un bicho extraño.

Shangai: una explosión de alegría esa noche. Rabia, solo consigue enfadarse más al ver esas caras sonrientes, absurdas, algo lo separa de todos. Nunca sabe si está bien o mal, ¿alguien lo sabe?, deseaba con todas sus fuerzas apostar por el futuro, no por un fantasma arruinado que le pone el pie en cada esquina para hacerlo tropezar. Acomoda los tenedores. Recoge la libreta de comandas, se acerca a una mesa. Solo es otra noche.

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