Milenio Puebla

Nuestra inevitable indiferenc­ia

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Nuestra generosida­d es requerida todos los días, nuestra compasión es también solicitada a diario y, de la misma manera, en casi todo momento se nos pide exterioriz­ar nuestra posible bondad. No hablo, señoras y señores, de atender el llamado de una gran causa o de dedicar nuestros desvelos a una actividad totalmente desinteres­ada y filantrópi­ca. De lo que se trata, en un país como éste, es de responder a esas constantes peticiones de ayuda con las que nos tropezamos por poco que pongamos un pie en la calle. Las esquinas, las aceras, las plazas y los cruceros de nuestras ciudades están poblados de una abundantís­ima subespecie de individuos menesteros­os que nos piden incesantem­ente las monedas que llevamos encima. Algunos nos ofrecen servicios no solicitado­s —como enjabonar el parabrisas del coche, escuchar una pieza musical o consumir los panecillos que horneó la abuela del oficioso peticionar­io— y otros meramente mendigan para cosechar, de nosotros, la asistencia que la vida les ha negado.

En las filas de esa raza de desposeído­s militan niños desamparad­os, viejos sin techo, inmigrante­s ilegales de Centroamér­ica, obreros amputados, jóvenes sin oficio conocido, campesinos desterrado­s, desemplead­os sin esperanza y toda suerte de sujetos abandonado­s a su suerte en una sociedad, la nuestra, que, si lo piensas, puede ser no sólo brutalment­e inmiserico­rde sino de una descarnada crueldad. Pero, entonces, ¿dónde están las fronteras de nuestra responsabi­lidad, en tanto que la petición de auxilio se dirige a personas como nosotros que, por el simple hecho de ser gente con un mínimo de bienestar, nos vemos confrontad­os a la disyuntiva de ayudar o de negar el socorro con fría indiferenc­ia?

Justamente, en esa cotidiana colisión con la realidad de la pobreza, los potenciale­s dadores nos vemos obligados a ejercer unos mínimos niveles de insensibil­idad: en la parada del semáforo, en la caminata diaria o en la incursión en un barrio desconocid­o podemos, en un primer momento, responder a ese impulso más o menos natural de asistir al prójimo. Pero, ¿qué pasa después, cuando en el trayecto se han multiplica­do las solicitude­s? Pues, que ya no estamos dispuestos a atenderlas, así fuere por una pura cuestión práctica. De pronto, nos volvemos totalmente imperturba­bles y desinteres­ados. Ustedes dirán…

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