Nuestra inevitable indiferencia
Nuestra generosidad es requerida todos los días, nuestra compasión es también solicitada a diario y, de la misma manera, en casi todo momento se nos pide exteriorizar nuestra posible bondad. No hablo, señoras y señores, de atender el llamado de una gran causa o de dedicar nuestros desvelos a una actividad totalmente desinteresada y filantrópica. De lo que se trata, en un país como éste, es de responder a esas constantes peticiones de ayuda con las que nos tropezamos por poco que pongamos un pie en la calle. Las esquinas, las aceras, las plazas y los cruceros de nuestras ciudades están poblados de una abundantísima subespecie de individuos menesterosos que nos piden incesantemente las monedas que llevamos encima. Algunos nos ofrecen servicios no solicitados —como enjabonar el parabrisas del coche, escuchar una pieza musical o consumir los panecillos que horneó la abuela del oficioso peticionario— y otros meramente mendigan para cosechar, de nosotros, la asistencia que la vida les ha negado.
En las filas de esa raza de desposeídos militan niños desamparados, viejos sin techo, inmigrantes ilegales de Centroamérica, obreros amputados, jóvenes sin oficio conocido, campesinos desterrados, desempleados sin esperanza y toda suerte de sujetos abandonados a su suerte en una sociedad, la nuestra, que, si lo piensas, puede ser no sólo brutalmente inmisericorde sino de una descarnada crueldad. Pero, entonces, ¿dónde están las fronteras de nuestra responsabilidad, en tanto que la petición de auxilio se dirige a personas como nosotros que, por el simple hecho de ser gente con un mínimo de bienestar, nos vemos confrontados a la disyuntiva de ayudar o de negar el socorro con fría indiferencia?
Justamente, en esa cotidiana colisión con la realidad de la pobreza, los potenciales dadores nos vemos obligados a ejercer unos mínimos niveles de insensibilidad: en la parada del semáforo, en la caminata diaria o en la incursión en un barrio desconocido podemos, en un primer momento, responder a ese impulso más o menos natural de asistir al prójimo. Pero, ¿qué pasa después, cuando en el trayecto se han multiplicado las solicitudes? Pues, que ya no estamos dispuestos a atenderlas, así fuere por una pura cuestión práctica. De pronto, nos volvemos totalmente imperturbables y desinteresados. Ustedes dirán…