Milenio Puebla

Sombra que nos persigue hasta la muerte. Sí, al igual que tú creí que la realidad estaba en los estantes de aquellos libros mudos que me miraban con malas intencione­s. Admiro la paciencia de las mesas en las que nadie habla de nada

El mundo es una

- SeñoritaVo­dka

El dolor del tiempo nos devora. La vida se detiene en la orilla. Tiembla y permanece en el filo. Desesperad­amente buscamos el destino. Y no existe. No está, ¿es real?, tal vez nunca nació. Vamos, habitemos el lugar que nadie nos señaló. La muerte nos amenaza de forma constante, entonces, empezamos a sentirnos vivos, impulsados por algo. Ninguna persona con valor alguno tendría que escribir algo si tan solo se atreviera a vivir de acuerdo con sus propias leyes, de acuerdo con lo que cree. No sé qué quiere la vida de mí, ya le he dado hasta lo que no tengo, ya me exprimió como un trapo en hoteles de paso, bancas sucias, en la resplandec­iente cruda que me acerca a la muerte, ¿qué piensas cuando escuchas a otras personas. La vida es un circo en llamas. Una carrera de galgos. Las personas pueden ser un gusano miserable, ¿crees en los dioses?, también podrían ser dioses, porque lo que se arrastra también sube. Las personas despiertan, preparan café, meten esos cuerpos en la regadera, abordan cajas al matadero. Pegados a la radio o cualquier pantalla, escupen irrealidad y mentira. Todas esas personas viven y mueren profundame­nte asqueados de sí mismos, huyen de sus pensamient­os. El hedor del vacío los alcanza en la fila del banco. El odio es una bandera que esconden tras la espalda. Algunos se atreven a conversar con los fantasmas que guardan dentro. El mundo es una sombra que nos persigue hasta la muerte. Sí, al igual que tú creí que la realidad estaba en los estantes de aquellos libros mudos que me miraban con malas intencione­s. Admiro la paciencia de las mesas en las que nadie habla de nada. Valoro el espacio, no el tiempo, porque el tiempo acaba con todo. Ninguna persona que entendiera algo perdería el tiempo tratando de justificar los actos ruines. Comprendo que te has ido, que aquella cama de hospital en medio del pasillo, estaba más cerca de la vida que de la muerte, perdóname por sacarte de los muertos, ¿sabes? Tuve una noche desolada, solo encuentro consuelo en los sitios amados. Las personas buscan saciarse, somos presas para los que están más solos. No me explico, he buscado el vaso más bello para brindar con mi muerte, ¿sabes qué el cochambre alcanza los vasos más limpios? Soy tan cobarde, tal vez por eso me arrojo sobre fieras más viejas y más crueles, sin látigo, sin mi revólver, sin precaución. Como si no tuviera miedo, como si la crueldad fuera inofensiva. No tengo hambre, pasé toda la noche pensando, abriendo viejos libros. Me gusta perder. En la derrota encuentro coraje.

Cruzo la plaza hacia el Callejón Montero, está desierto, me decido por un trago en la tienda, a un costado de El Callejón de los Locos, ahí casi nadie se quiere meter, guarda historias de aparecidos. De voces y susurros. Me acerco cautelosa. Me siento al fondo. Buenas, ¿se puede?, son los enormes ojos de una mujer que conozco de hace tiempo, le contesta con un débil “sí” el señor de las compostura­s que está al lado derecho del callejón, un anciano lleva bolsas de plástico, está con un mariachi que sostiene un improvisad­o vasito de leche que en realidad es un envase de gelatina. Trata de meterle la vida por la boca a un sucio y raquítico gato que está derrumbado, sin fuerza alguna emite un débil sonido. Ella mete la escoba con fuerza cerca de las paredes, limpia los orines, con la energía de alguien que conoce su oficio decide limpiarlo a fondo, un aroma a pino penetra en el callejón, me acerco al gato. Compramos un sobre de comida, comienza a reanimarse, casi son las dos de la tarde. Gabriela nació en Allende número 64, ahora vive en una de las casas de la plaza, al costado del callejón. Una mujer honrada, toda su vida se ha dedicado a la limpieza.

—No le talles ya, te vas a acabar el piso.

—Ya sabes que me gusta mi trabajo, lo hago con alegría.

Cuando le pregunto por qué siempre ayuda a los animales y a los vagos y a los borrachos, me dice que no sabe, “es algo que no entiendo”; ella sabe dónde está el veterinari­o más cercano, tomamos un camión en la esquina de Perú, nos desesperam­os porque va lento.

—Este buey ya hizo base, vamos a caminar, son dos calles. —Ya conozco tus dos calles. Atravesamo­s entre el tumulto, el calor sube, los cuerpos sudan, la ciudad arde entre una marea de personas buscando algo. Desde el Eje, caminamos hasta la calle de Lecumberri, ahí nos recibe José Luis, un veterinari­o de aspecto duro hacia las personas y noble trato con los animales. Un dogo de burdeos resguarda la puerta, Zeus: un perro que le dejaron cuidando. —Dicen sus dueños que es agresivo. —Se ve muy noble. —Es un gran perro. —A ver, ¿qué me trajeron? —Es un gato. —¿Qué le hicieron? Pobre animal. Gabriela no puede evitar el dolor. Su voz se ahoga.

—Llevaba nueve días atrapado en un tercer piso, después entre las paredes de un edificio, ayer antes de la tormenta lo vi, después ya no estaba, el domingo lo escuché en el hueco entre los edificios, quise conseguir una escalera, no se pudo. Lo encontramo­s hace rato, no sé si se cayó o qué. Hace rato no se movía, ¿verdad?

Nos acompaña la hija de Gabriela, ha curado varios gatos. El doctor mueve la cabeza, introduce el termómetro, esperamos lo peor, está muy mal. Nos mira con ojos serios. Lo inyecta, le da agua con una jeringa. Chupa desesperad­amente, su pequeño cuerpo se agita desde la muerte y resplandec­e. El termómetro está a nuestro favor.

—Vivirá, eso parece. Tienen que mantenerlo hidratado, con comida, necesita mucha atención, es muy pequeño. —Lo voy a cuidar bien, doctor. —¿Cómo se va a llamar? — Garibaldi. El orgullo asoma a su rostro. Gabriela siempre tiene gestos de agradecimi­ento desde que la conozco. Compramos comida, latas, arena, en una tienda de la colonia Doctores. Decide cuidarlo, su condición económica no es la mejor. No cabe duda que las personas que menos tienen son las que no te abandonan en la desgracia de casos extremos. Cuando todo parece perdido, absurdo, la vida se transforma en un vaso abundante. En silencio suplico a la noche que lleve mis cenizas a cada rincón de la plaza cuando muera y que si me alcanza ahí, sola, en algún callejón, deseo encontrarm­e con alguien que tenga la altura de Gabriela, alguien con ese calibre de compasión y entendimie­nto. Nos despedimos en Perú tras comer en un puesto. Me siento tan lejos de las personas auténticas como ella, ¿qué importanci­a tiene la absurda jaula de mis pensamient­os ante el milagro de muerte y vida llamado Garibaldi? Hacemuchot­iempopensé enla pistolayel­puñal,hacemucho, mucho tiempo, cuando yo tenía tu edad.Tambiénpen­séquela vidayo me la podía quitar. Suena a lo lejos, ¿cómo podemos permanecer intactos?, solo fuera del tiempo. Avanzo, comienza a llover. Nuestros héroes han muerto. Nuestros héroes han matado. Garibaldi huele a piedra, a dioses muertos.

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