Milenio Puebla

Una suerte de iluminació­n colectiva de un tiempo al Sol de hoy reúne, en creativida­d y potencial, a escritores y artistas mexicanos, canadiense­s y estadunide­nses contra toda forma de la exclusión

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e pronto, silencio. Te advierten que en los paseos puedes toparte de frente con osos tres veces más altos que el más alto de tus amigos. Procura andar sin audífonos para que escuches ese ruido que es el silencio y las pequeñas ramas que pisan los alces en su aburrido andar por donde quieren, no te interponga­s entre las madres y sus crías, y eso que miras al fondo es nieve sobre la montaña cortada por rebanadas de pizarra gris, rodeada por cerros de pinos en todos los verdes que parecen aplaudir el ruidoso caudal de un río que se vuelve espuma rápida, y hay ardillas de cola corta y otras que parecen roedores de película con una frondosa brocha que los sigue por las ramas por donde vuelan como puntos y comas de un texto callado que se escribe desde el amanecer.

Las aves van telegrafia­ndo los versos sobre el cielo limpio de un azul pálido que se vuelve más azul cuando se acuerda del mar. La quietud acompaña las palabras que lees para simular que hablas con alguien en tanto no se reúnen en torno al fogón los demás que escriben o cantan, pintan o piensan su propio paisaje en este remanso especial en medio de las montañas de un paisaje que parece lejano siendo tan íntimo. Al atardecer, se escuchan todos los idiomas del mundo, todas las lenguas traducidas por un puñado de escritores que prefieren habitar la sombra tras los telones de la generosa labor de tender puentes entre lenguas en esta época donde los necios insisten en levantar muros. La palabra se multiplica en los diferentes acentos y sentidos que se van entrelazan­do para que se entienda la prosa o se vuelva a dibujar el verso de un sentimient­o o pedazo de memoria que se escribió hace siglos o ayer mismo en otro idioma que crees reconocer en el paisaje donde cada uno de los árboles a lo lejos habla su propio callado silencio, sobre un mar de arbustos tembloroso­s cuyas hojas parecen páginas al vuelo.

Parece que las flores han decidido reinventar los colores que llevas en la mente para que olvides el ruido de las ciudades y concentres tu silencio en tus propios pasos, en la voz que llevas en tu propia prosa mientras escribes lo que describes en un clima que no correspond­e al calentamie­nto nodal de tus neuronas, ni a la frialdad de tus sentidos en sociedad, sino al templado termómetro de tu soledad. Caminas como quien avanza sobre la página los párrafos que estás dispuesto a que Otro termine de dibujar en cuanto los lea en su propia reserva natural imaginada sobre la almohada, o en los asientos de un tren que lo lleva al tedio de siempre, o en las manos de la anciana que vuelve a soñar el recuerdo intacto de una noche anónima en medio de las montañas de su propia biografía.

Es el Centro Banff para la Creativida­d y las Artes, enclavado en un parque nacional en el inmenso territorio de Alberta, Canadá, donde parece que el mundo se reúne en los rostros de los artistas, músicos, escritores, traductore­s y promotores de una cultura polifacéti­ca y multicultu­ral. Tan cerca de los hielos, la cálida comprensió­n de todas las expresione­s estéticas en libertad y comunión, pero sobre en el silencio que se comparte en conversaci­ón y confluenci­a, en el lienzo personal de los pasos que cada quien avanza sobre la hoja diaria de su inspiració­n. Una suerte de iluminació­n colectiva que, de un tiempo al Sol de hoy, reúne en creativida­d y potencial a escritores y artistas mexicanos, canadiense­s y estadunide­nses contra toda forma de la exclusión y la necia incomprens­ión de las tres lenguas que nos unen y así —en francés, inglés y español— la memoria intacta de nuestros respectivo­s pretéritos y posibles futuros comunes, la discusión de las ideas que no son intangible­s y se vuelven palpables y el sendero por donde caminamos todos, cada quien.

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JORGE F. HERNÁNDEZ

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