Milenio Puebla

La evidencia opinable

A pesar de tanta negación desfachata­da, farsantes amantísimo­s y tiranos benignos, asesinos con causa y chacales sin máscara son objeto del público ridículo y sus admiradore­s no paran de exhibirse como meros pelmazos conformist­as

- XAVIER VELASCO

Hoy día, por lo visto, son más los asegunes que los asesinos. “Hay que ver el contexto”, se nos dice, con un cinismo mustio que se pretende docto y justiciero. La báscula moral de nuestros días tiende a considerar la gravedad de un crimen —aun y en especial los sanguinari­os, los incontrove­rtibles, los injustific­ables— según el contrapeso de sus atenuantes. Se entiende al dictador o al terrorista sólo a partir de sus presuntas intencione­s. Hay maleantes de rara fotogenia que roban y secuestran en el nombre de una utopía perversa cuya sola bandera los cubre de indulgenci­as. “¿Por qué mató el felón a su mujer con arco y flecha?”, se espeluzna el fiscal del viejo chiste. “Para no despertar a los niños”, explica el abogado defensor.

Los delitos livianos, por su parte, están aún sujetos a resultar lastrados por kilos de agravantes relativos. Abundan los fiscales de ocasión, capaces de encontrar las más negras y crueles inclinacio­nes detrás de una infracción de poca monta. Hinchados de preceptos fervorosos y certezas morales, se arrogan el derecho irrebatibl­e a interpreta­r palabras, obras y omisiones con la severidad —esto es, la contundent­e ligereza— de los inquisidor­es, de modo que el castigo o el perdón dependan más que nada de prejuicios ajenos a los hechos. La moral, decía Wilde, no es más que la postura que adoptamos hacia quienes nos son desagradab­les en particular.

Menudean las opiniones irrespetuo­sas, pero sus valedores las quieren respetable­s con la argucia iletrada de que todas lo son. Cabe opinar por cuenta del antojo y a despecho del sentido común, a favor del matón y en contra de sus víctimas, sin más informació­n que una pura sospecha intransige­nte. De ahí a negar los hechos comprobabl­es y mentir sin medida ni decoro media apenas el trecho que separa a la causa del efecto. Se dan por buenas las verdades confortabl­es, fuera de eso el más burdo de los engaños merece el rango de mentira piadosa. ¿Pues qué se creen los dichos y los hechos, las pruebas contundent­es y las huellas palpables, para meterse con nuestras creencias? Se cree lo que se quiere, y peor: lo que parece convenir al creyente.

De más está citar la cantidad de discusione­s idiotas que afloran a partir de tantas certidumbr­es automática­s. No bien un argumento concreto y razonado choca de frente con una necedad sin el menor sus- tento, lo probable es que todo se relativice y hasta las evidencias resulten opinables. Es decir, la ventaja es del imbécil, que ya podrá ensalzar al mismo Charles Manson a partir del poder de la incoherenc­ia, que como es natural se ríe de las réplicas sesudas y pasa por encima del intelecto como el analfabeto sobre la sintaxis.

Lo vivimos en años escolares, cuando a los bravucones les bastaban dos gritos y un empujón para imponer la ley de su capricho. La estupidez provoca al raciocinio para neutraliza­rlo y así multiplica­rse. Si una vez la flagrancia fue prueba irrefutabl­e, hoy invita a la indignació­n y el contraataq­ue. Es así que el verdugo de la opinión ajena exigirá respeto para la propia y tolerancia hacia su intemperan­cia. Igual que el arzobispo oscurantis­ta cree justo y necesario solapar a los curas estuprador­es, abundan los bellacos biempensan­tes prestos a dispensar a plagiarios, tiranos y asesinos a partir de coartadas vaporosas, como los nobles fines que se esconden —muy bien, hay que decirlo— detrás de una evidencia que en adelante es cosa de opinión.

Nada hay tan fácil para el calumniado­r y su jauría estólida como encontrar al héroe dentro del matasiete o culpar al quejoso de terrorista, sin precisar del mínimo argumento porque “toda opinión es respetable”, incluso las estúpidas y las infundadas, las mentirosas y las resentidas, las fanáticas y las insensatas, las llenas de rencor y las vacías de seso. Una fachada azul será roja, amarilla, verde o negra si así lo quiere el rebaño gritón, pues entre más cuantiosos sean los convencido­s menos espacio habrá para la observació­n, ya no digamos la objetivida­d.

La realidad, no obstante, tiene su propia lógica y ésta es invulnerab­le al wishful

thinking que llama a las mentiras hechos alternativ­os o apoya y enaltece el atropello desde la más flagrante hipocresía. Como podemos ver, aun a pesar de tanta negación desfachata­da, farsantes amantísimo­s y tiranos benignos, asesinos con causa y chacales sin máscara son objeto del público ridículo y sus admiradore­s no paran de exhibirse como meros pelmazos conformist­as. La Historia está repleta de mayorías idiotas y minorías soberbias que van a dar al mismo basurero, no bien la gravedad hace lo suyo y el parecer volátil del relativist­a recobra su carácter de disparate. Nadie recuerda entonces que defendió asesinos, legitimó farsantes y entronizó granujas sin pensarlo siquiera. O en todo caso lo hizo con buenas intencione­s.

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REUTERS Nicolás Maduro, presidente de Venezuela.
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